viernes, 24 de octubre de 2008

CUESTIONES QUEVEDESCAS, CINCO LECCIONES (Universidad Autónoma de Puebla, 2000)

“Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas
y tumba de sí propio el Aventino (*).
Yace donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.
Sólo el Tibre quedó, cuya corriente
si ciudad la regó, ya sepoltura,
la llora con funesto son doliente.
¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
FRANCISCO DE QUEVEDO: “Roma sepultada en sus ruinas”
——
(*) Aventino y Palatino: colinas de Roma; en la segunda hay ruinas del Palatium imperial romano. Tibre: río Tíber.



AL LECTOR

Estas páginas no se proponen ensayos en forma sobre Quevedo, ni interpretaciones originales, ni descubrimientos filológicos. Son meras letras de estudio, cuadernillos de escolar, que comparto con el lector, a manera de clases o lecciones.
Aunque adolezco de cierta amarillenta licenciatura universitaria en Letras Hispánicas, he tratado de conservar la seriedad, el entusiasmo y el sentido común del autodidacta, que no abundan en la infatuada academia. Borges se enorgullecía de ser un escolar con las sienes canosas.
Refiero y comento algunos estudios importantes sobre Quevedo. A veces resumo y converso. Prodigo las citas de los estudiosos y del estudiado, para facilidad del lector y por el gusto de recordar excelentes textos literarios y muestras de la mejor erudición filológica de la segunda mitad del siglo XX en asuntos del Siglo de Oro español. Desean introducir al lector en discusiones más profundas, cuyas señas se anotan.
Siempre he estudiado a Quevedo, a pesar de la dificultad de encontrar en México los modernos estudios internacionales que se le dedican, y que han renovado por completo en las últimas décadas tanto el cuerpo textual como las interpretaciones y el conocimiento biográfico del autor. Hay un nuevo Quevedo que no se sospechaba en 1960.
Las primeras versiones de este cursillo, que me he impartido sobre todo a mí mismo, y ahora publico con el fin de conversar con el lector aficionado a las letras clásicas de nuestro idioma, aparecieron en los suplementos culturales de Siempre! (1983), de La Crónica de Hoy y en Nexos (2000).
Dice Quevedo de Montaigne: “Dará fin a esta defensa la autoridad del Señor de Montaña en su libro, que en francés escribió, y se intitula Essais o Discursos, libro tan grande, que quien por verle dejara de leer a Séneca y a Plutarco, leerá a Plutarco y a Séneca”. Leer a Quevedo es leer en él también a estos autores, y a otros más, como a Petrarca y los varios escritores satíricos españoles del Renacimiento, como los de las diversas Celestinas; a Garcilaso, a fray Luis de León y a Góngora; a los moralistas cristianos y a Lope de Vega y a Cervantes; y embozadamente, a algunos grandes licenciosos de otras lenguas, como Boccaccio y Rabelais.
En la obra de Quevedo cristalizan las mayores libertades, riquezas e invenciones de la literatura española de los siglos XVI y XVII, que tanta falta hacen a la espesa y municipal escritura en castellano de nuestro tiempo.
Nuestra flaca modernidad de fines del siglo XX añora el vigor, la riqueza, el sentido del placer espiritual y físico, la frescura de los fundadores de la literatura hispánica. Nuestra modernidad —lengua y literatura— será mejor cuanto más recuerde a los siglos XVI y XVII.
José Joaquín Blanco


PRIMERA LECCIÓN: GRANDEZA Y ESCATOLOGÍA: EL ORO Y EL CULO

El contemporáneo lector de intereses generales, el no especialista en filología castellana barroca, advierte cuatro dificultades concretas en la lectura de Quevedo:
1) A casi cuatro siglos de distancia, su español empieza a volverse una lengua extraña, sobre todo en el nivel léxico: cientos de palabras en su obra, especialmente las que se refieren a viejos objetos, precisos y minuciosos, y a prácticas cotidianas, nos resultan desconocidos, o revestidos de un sentido ajeno al actual. Dentro de doscientos o trescientos años habrá de plano que traducir al nuevo español —como ya ocurre con el Cid, con Berceo, con el Infante don Juan Manuel— pasajes completos de Los sueños, El Buscón, La hora de todos y muchas jácaras.
El texto se pasma en la página y empieza a morir en el momento de escribirlo, en el cual se aparta de la corriente dinámica del idioma y se enrarece, se congela en un túmulo tipográfico. Quevedo sufre más que otros autores el paso del tiempo precisamente porque se propuso que su vocabulario fuese notablemente más extenso, preciso y coloquial; muy letrado y muy callejero, muy italianizante y a la vez castizo, mucho diccionario latino o griego, y muchas locuciones del hampa y los mesones. Y no juega sólo con el sentido principal de cada vocablo, sino, y muy frecuentemente, con los laterales, a veces exclusivos de un grupo o de una región, especialmente en sátiras y jácaras. O con sentidos que él mismo crea.
De ahí la necesidad de ediciones críticas y anotadas, que depuren el texto original de malas transcripciones y de las erratas que se añaden a cada edición. (Quevedo ha tenido mala suerte en sus ediciones del siglo XX: se dijo que la primera edición en la Editorial Aguilar, 1932, de sus Obras completas, dirigida por Luis Astrana Marín, era mala; pero la siguiente de Felicidad Buendía en la misma editorial, 1958, resultó aún peor.) Y que además nos eviten ir a cada renglón a un diccionario especializado, como si se tratase de otra lengua, (Sin embargo, las nuevas ediciones críticas a veces caen en el extremo contrario: la autocomplacencia del investigador con sus hallazgos y su erudición; y estorban la lectura con anotaciones innecesarias, como la de Crosby de la Poesía varia, en Cátedra, o la de Luisa López-Grigera de La hora de todos, en Castalia.)
Las ediciones populares de las obras de Quevedo parten de aquéllas, declaradas pésimas por todos los especialistas, y carecen de notas que faciliten su manejo. Llegamos a la paradoja de que los filólogos, que teóricamente necesitarían menos el auxilio erudito, cuentan a veces con ediciones más claras en su texto, y muy (o demasiado) explicadas en sus notas, mientras el lector común se encuentra obligado a descifrar por sí mismo, a la torera, no sólo el español antiguo, el difícil estilo de Quevedo y los conocimientos olvidados de una cultura añeja, sino ¡incluso las erratas multitudinarias! (A veces claras erratas deliberadas, de censor: el flato como “ruiseñor de los putos” se transcribía “ruiseñor de los presos”, que es como aparece todavía en el desaforado soneto que cita Salvador Novo en Las aves en la poesía castellana).
Veo a un estudiante de secundaria con una edición popular de El Buscón y me digo: “El pobre chico va a tener que inventarse toda la novela, de cabo a rabo”. ¡Qué ejercicio de imaginación!
Borges afirma que el buen texto supera incluso el obstáculo de las erratas. ¡Pero en todo hay medida! Parece que en el caso de las ediciones corrientes de Quevedo suman legión.
2) Quevedo fue un gran intelectual de su tiempo, mucho más culto e interesado en diversas disciplinas que otros escritores clásicos o modernos. El artista más intelectual de la literatura hispánica. Eso también lo vuelve más oscuro, porque sabía cosas diferentes de las que un lector culto moderno conoce: escolástica y otros asuntos teológicos; política y diplomacia españolas de su tiempo, economía, leyes, administración pública, incluso astronomía, además de una retórica y una suma de autoridades bíblicas, grecorromanas, patrísticas y renacentistas abrumadora.
El lector depende irremediablemente del erudito que lo anote (como en la Sor Juana de El sueño), aunque con frecuencia ocurra que, a fin de cuentas, tal o cual referencia enigmática es simplemente un énfasis decorativo de estilo. Por ejemplo, su mención a las “esferas” celestes.
3) Como no escribió ficción pura, sino casi ensayos o poemas metafísicos con tratamiento de ficción (“discursos”, “pragmáticas”, alegorías), acumula arduas referencias de historia minuciosa de España —no la general, sino la específica de algunos momentos de la corte de Madrid o de Nápoles—.
Por ejemplo: una obra de Quevedo se dedica a demostrar que el apóstol Santiago es mejor y más español que santa Teresa. Lo que advertían de inmediato sus lectores en tal polémica no lo sabemos nosotros, porque no se dice en el texto y no es tema relevante de la historia española desde la perspectiva actual: en la literatura política muchas veces el verdadero asunto es el que no está dicho. En el caso mencionado, ¿cuánto dinero, qué prebendas y qué reacomodo de fuerzas de poder se estaban jugando en la disputa terrena, aparentemente banal, entre los partidarios de estos dos aparatosos santos, que encabezaban órdenes mundanas de caballeros y de feligreses?
Otro asunto, más grave: algunos maestros del idioma, como Borges y Arreola, han destacado el extraño experimento de un castellano ultralatinizado, sentencioso, lapidario, de frases concisas y rotundas, en el Marco Bruto. Me consta que Juan José Arreola exigía a los miembros de sus talleres memorizar al menos algunas de las partes de ese gran libro, si querían escribir buen castellano.
Aplaudo esos elogios y esa actitud. Pero ¿nada más el experimento verbal, en abstracto, en una campana neumática, distingue al Marco Bruto? El lector de intereses generales se asombra ante el sentido del libro: en él se discute, con gran intención ética, el derecho civil de asesinar al tirano. El magnicidio de Julio César en manos de Bruto y sus conjurados.
Un asunto central en la ideología de los jesuitas, que así presionaban a los reyes, limitando sus derechos sagrados con el principio de la “causa justa”. Por su defensa del magnicidio justificado o santo (que permitía también requisitorias clericales menos terminantes, pero igualmente severas al poder político) fueron considerados subversivos y expulsados de muchos países europeos y americanos.
¿Por qué tal importancia del magnicidio como asunto privilegiado del pensamiento de Quevedo? Y a quien se mata en ese libro de Quevedo es a Julio César, uno de los monarcas más prestigiosos en la historia occidental, especialmente durante la época contemporánea, que ve en César más al héroe que al tirano.
Hay en esa joya quevedesca del español “más limpio que se haya escrito”, “ese español mental”, “ese español elevado a una exactitud matemática”, “ese entronizamiento de la prosa aun sobre la poesía más rigurosa”, el Marco Bruto, una discusión ideológica a fondo, española, más renacentista que barroca, más jesuítica que civil, sobre el poder político y la violencia subversiva; sobre el magnicida sacralizado por una teoría ética (el verdadero cristiano o filósofo debe asesinar al rey en tales o cuales circunstancias), y sobre el tirano desacralizado por una conducta despótica (el rey deja de ser espejo de Dios en tales o cuales casos), la cual permanece borrosa ante el lector común. En siglos recientes Marco Bruto parece más un terrorista que un espejo de virtud, un verdugo del símbolo romano por excelencia: Julio César. “Estudiar” a fondo el sentido del Marco Bruto implicaría un doctorado en derecho civil y canónico de los siglos XVI y XVII, y en filosofía moral cristiana.
Estas tres dificultades reales se resolverían con buenas ediciones prudentemente anotadas. En el caso de la Poesía original de Quevedo se logró el milagro con la magnífica edición de José Manuel Blecua (en Castalia, 1969-1971; y en Planeta, 1963 y 1968). (Se habla de poesía “original” para diferenciarla de la poesía en otras lenguas, especialmente latina, que tradujo Quevedo, como por ejemplo la de Marcial.)
4) La cuarta dificultad se eriza en el texto mismo, y subsiste aun después de las referencias y los estudios: Quevedo eligió una estética verbal difícil, llamada (ulteriormente) conceptismo: una producción especial, culta, inventiva, del idioma del siglo XVII, que trató de separarse del habla real e inventar una lengua literaria: una criptografía, una poética esotérica.
Quevedo busca palabras nuevas, importándolas del arsenal latino, y una mayor beligerancia de las metáforas, elevadas a veces a la tercera o quinta potencia. Metáforas de metáforas. Imágenes ingeniosas de sabiduría comprimida y eufónica, con símbolos cruzados, retruécanos, juegos de palabras y de figuras imaginarias. El conceptismo viene del italiano concetto, frase ingeniosa (en inglés, se decía simplemente wit, ingenio) y la abanderó en Italia Giambattista Marino, quien decía, por ejemplo, que un ruiseñor era una sirena de los bosques, un átomo canoro, un ramillete musical, en su obra Adone (Adonis). Es la lengua (una de las lenguas) de Quevedo.
Para sumar dificultades a las dificultades, encontramos que el mayor enemigo de la corriente conceptista fue el propio Quevedo, quien por una parte erigía las más arduas construcciones de la poesía barroca, y por la otra la atacaba con sátiras y con las ediciones de poetas renacentistas “llanos”, como fray Luis de León y Francisco de la Torre. Con una mano, para “desgongorarse” como quien limpia la recámara de un apestado, quemaba “como pastillas [desinfectantes] garcilasos” [versos de Garcilaso]; con la otra, competía con Góngora en crucigramas de ingenio extremista.
El conceptismo se ostenta como un estilo radicalmente artificioso, desde luego, pero de hecho existe en el habla común; y no requiere sino de cierta experiencia en su manejo, y de algunas notas eruditas, para entregar su destreza, su elegancia, y la manera de ver el mundo, que no hubiera podido expresarse en otra forma. Quien se empeñe en descifrar tres poemas conceptistas, encontrará el cuarto más fácil; volverá al primero, y ahí estará la claridad (dentro de lo que cabe) del sentido. No ofrece mayores dificultades que, por ejemplo, el ajedrez, pero exige un empeño y una práctica frecuentes.
Un ejercicio: pongamos dos poemas de Quevedo, de los analizados en el libro de Gonzalo Sobejano (Francisco de Quevedo, Madrid, Taurus, “El escritor y la crítica”, 1978). Acaso el primero resulte, para un lector no familiarizado con tal estilo, casi incomprensible; pero hallará el segundo casi transparente. Y el artificio ¡es el mismo!
I
“En crespa tempestad del oro undoso
Nada golfos de luz ardiente y pura
Mi corazón, sediento de hermosura,
Si el cabello desatas generoso.
Leandro en mar de fuego proceloso
Su amor ostenta, su vivir apura;
Ícaro en senda de oro mal segura
Arde sus alas por vivir gozoso.
Con pretensión de fénix, encendidas,
Sus esperanzas, que difuntas lloro,
Intenta que su muerte engendre vidas.
Avaro y rico y pobre, en el tesoro,
El castigo y la hambre imita a Midas,
Tántalo en fugitiva fuente de oro.”

II
“La voz del ojo, que llamamos pedo
(Ruiseñor de los putos), detenida
Da muerte a la salud más prevenida,
Y el propio Preste Juan le tiene miedo.
Mas pronunciada con el labio acedo
Y con pujo sonoro despedida,
Con puyas y con risa da la vida,
Y con puf y con asco, siendo quedo.
Cágome en el blasón de los monarcas
Que se precian, cercados de tudescos,
De dar la vida y dispensar las Parcas.
Pues en el tribunal de los gregüescos,
Con aflojar y comprimir las arcas
Cualquier culo lo hace con dos cuescos.”
¿Rebuscamiento en la forma? No: la mayor claridad posible para expresar una cultura que se ha vuelto rebuscada; para mostrar a qué grado de saturación intelectual ha llegado la relación de la cultura con el cuerpo.
Los temas aquí son lo de menos (la hermosa cabellera rubia de mujer, como ideal inalcanzable; la igualdad fisiológica de todos los hombres, como mentís a las jerarquías sociales), importa la manera. Los temas son eternos; las maneras son históricas. En la manera está la tensión, la temperatura, el énfasis: la expresión concreta de vida y cultura.
Alexander A. Parker, Arthur Terry, Maurice Molho estudian el primer poema en la compilación citada de Sobejano (Una rápida prosificación: “Mi corazón se pierde entre tu abundante pelo rubio. Como el amante que se ahogó en el mar, como el héroe que se acercó tanto al sol que se incendió, mi corazón idolatra y se pierde en tu cabello de oro. Mi corazón espera, sin esperanza, renacer de sus cenizas en el fuego de oro de tu pelo, que lo quema. Mi corazón atesora, en su deseo insatisfecho, tu pelo rubio, aunque no lo posee; no puede saciar el hambre de tu pelo, que se le vuelve oro; ni su sed, que es mayor entre más bebe de tu pelo”); James O. Crosby el segundo.
El primer soneto, “Afectos varios de su corazón fluctuando en las ondas de los cabellos de Lisi” (como le ocurrió a Sor Juana, los pesados títulos de los poemas de Quevedo no son propios, sino invención de su primer editor José Antonio González de Salas), más que cantar al amor, lo difama: lo denuncia como el exceso renacentista que ya era imposible vivir de bulto. Podría estar dedicado a una peluca. El sexo de la amada no se ve en los versos, e incluso la Lisi del título es un nombre convencional. Nada corporal hay en ese pelo: es tempestad de oro, golfos de luz, mar de fuego; nada corporal hay en el amante, sino caminos teóricos de perdición: quien ambiciona tan excesivo amor muere como Leandro (náufrago) o Ícaro (fulminado por el sol).
El Renacimiento volvió dioses a los hombres, y esa divinización del amor se manifiesta imposible. La gloria del cuerpo es muerte; el amante, al revés del Ave Fénix, cada vez que intenta vivir —la suma vitalidad del amor— muere. Todo lo que el amor toca lo transforma en oro, inútil oro, como a Midas se le volvía el alimento; el amor se acerca al amante sólo para enfatizar su lejanía, como el agua que nunca saciaba la sed de Tántalo. Es una suntuosa denuncia del amor, una negación de la superstición amorosa, lo que escribe Quevedo. Una airada reacción contra el optimismo humanista del Renacimiento. Contra los optimismos del sentimiento y del erotismo.
No hay nada especial en hablar de luz, de fuego, de oro, con respecto a una amada cabellera rubia. Desde el principio de los tiempos el hombre sabía, como dice Machado, que “a los asuntos de amor siempre les cae bien su poquito de exageración”. Lo esencial es lo fugitivo (diría Quevedo en otra parte), la manera fechable. Y en este soneto Quevedo retoma el lugar común de la poesía, sobre todo de la tradición trovadoresca, de las cortes de amor, de las formas inventadas por Petrarca, y con ello hace lo insólito: lo vuelve adrede un espantable ídolo animado. El poquito de exageración viene a servir para desengañarse del amor: un retablo mortuorio, relampagueante de oros funerarios. Tanto amar es volver imposible todo amor.
El hombre renacentista se puso en el lugar de Dios, y a la cama en el lugar del altar; el absoluto humano como nueva religión y el amor como supremo sentido de la vida. Pero eso fracasó. Gran parte de la obra de Quevedo es la crónica de tal fracaso, el encarnizado odio contra la especie humana por haber fallado como una especie de dioses. El optimismo renacentista priva en toda Europa durante el siglo XVI (Garcilaso, Shakespeare); el desengaño de ese optimismo durante el siglo siguiente (Quevedo, Calderón).
Como Swift, Quevedo jamás dejará de asombrarse de que el hombre, dios abreviado, cague; o se pedorree, o se atragante, o se enferme y llague, o se pudra. Más que regodeo en lo bajo hay un asombro, una inconformidad con estos aspectos animales y fisiológicos del Hombre con mayúsculas.
Ya no priva, en consecuencia, la llana poesía de siglos anteriores, sino la poesía complicada de mentes eruditas frente a difíciles, imbricados problemas: llenas de cultura, de dudas, de ironías; perdidas en los laberintos de la razón, de la erudición, del lenguaje. Esto es: la literatura se vuelve moderna.
Conceptismo es la literatura de conceptos, concetti, efectivamente, pero de los conceptos del siglo XVII, que no se separan de la emoción. Es la emoción difícil, la sensibilidad crítica, la pasión desengañada, el cuerpo artificial y culto. Está obligado a arrancarle a la razón, a la cultura y al lenguaje las respuestas que no tienen; y para dar con esos callejones sin salida, debe retorcerse la sintaxis; introducir acaerreos de otros idiomas, domesticar las paradojas y los sinsentidos. Ante tan difícil tarea, no es de que extrañar que se produjera la más rica y hábil literatura española de todos los tiempos: la de Quevedo. De él dijo Borges que más que un autor, constituía una “dilatada y compleja literatura” (Otras inquisiciones).
El segundo soneto es gemelo del primero, su revés y su complemento. Hacer un soneto del culo —un soneto, la forma más intelectual y elegante de la nueva poesía italianizante española— significa erigirle un retablo. El Altar del Culo.
Retomar la tradición igualitaria de las danzas de la muerte (la muerte iguala a los desiguales, reyes y mendigos), para afirmar que lo que nos iguala es el culo, significa llevar la escolástica adonde no quería. No somos iguales por un origen divino, sino por la común posesión de un culo.
Afirmar que el don del habla se parece al pedo, y éste al ruiseñor, y el culo —labios “acedos”, labios “posteriores”— a la boca, es colocar el orgullo humanista en una letrina.
Y aún más: que la defecación constituye una especie de parto, durante el cual la mierda nace como un bebé, entre vísceras y humores pestilentes; el “concepto” se espesa como un mareo metafísico. Para Quevedo, el milagro genésico del engendramiento es un simple nacer “entre lágrimas y caca”.
Tanto más cuanto que la referencia al legendario Preste Juan —un fraile al que se atribuyen riquezas y poderes fabulosos— tiene algo de fálico (no me convence la referencia erudita de Blecua). El flato espanta al sodomita más prepotente. ¿O de feroz indigestión: el gigantón y robustísimo Preste Juan morirá de un simple gas atorado?
Y esa postulación de la humanidad de los monarcas en cuanto defecadores, y de su unción o mandato divinos como un mero esconder el culo, asoman como una burla terrorista de la igualdad evangélica y del poder divino de los reyes. (“Tribunal de los gregüescos”: cada culo tiene una sala del trono en sus calzones; “arcas” por nalgas, lo que vuelve a la persona un gran banquero de su caca; “tudescos”, por alemanes: cortesanos del Sacro Imperio Romano Germánico).
En “Cágome en el blasón de los monarcas” el autor resulta, por una sola vez, menos colérico y clamoroso que su sociedad, capaz de folklóricos ultraquevedismos como “¡Me cago en Dios!”, exclamación que un católico español puede usar hoy en día con total comodidad contra una simple sopa demasiado caliente o algo tibia.
Quevedo esplende como el gran cantor de culos, pedos, caca, podre, bubas, meados, y demás fisiología esperpéntica por algo más que un regodeo escatológico. Sólo desde las esperanzadas ambiciones de una humanidad renacentista escandalizó tanto que el cuerpo humano presentase orificios, secreciones o humores animales. A nadie le espantaba que un rey egipcio o medieval excretara; a Quevedo le resulta ultrajante imaginarse a Felipe III o a Felipe IV con los soberanos calzones sucios, como perversas escrituras del “oro inverso”: flameados, decimos ahora, con muy coloquial conceptismo.
Aunque también Góngora escribió romances pícaros y poemas escatológicos, criticaba la intensidad de Quevedo en los asuntos bajos y en su obsesión tenebrista por la muerte, la mierda, el podre: le resultaba un poeta de tinieblas mentales y mundos sórdidos: “bajos los versos, tristes los colores”.
A Quevedo le molestaba la colorida mundanidad, la frivolidad, la sensualidad injustificadas de Góngora: tanto color, tanta sensorialidad, tanto lujo, tanta arquitectura retórica, desprovistos de filosofía seria. Severo y prepotente, Quevedo; Góngora, complaciente y melifluo frente a la cultura que compartían. Góngora celebra más ritos de gozo y Quevedo más de desengaño.
Góngora llamó pedante, triste, oscuro, soez, cojo, ciego y envidioso a Quevedo; éste mortificó a su maestro (Góngora era veinte años mayor) como puto, tahúr, cura indigno, pobretón, judío, bobo, superficial. ¡Que alguien hable de la amistad y la solidaridad entre los verdaderos talentos literarios de la “democrática” República de las Letras!
Todos los poetas europeos de los siglos XVI y XVII idolizaron o petrarquizaron la belleza de la mujer; pocos, como Shakespeare y Góngora (en las Soledades, en ciertos sonetos) hicieron otro tanto con la figura masculina. A Quevedo le pareció escandaloso que Góngora cantara a los muchachos hermosos:
“De vos dicen por ahí
Apolo y todo su bando
que sois poeta nefando
pues cantáis culos así...”
Y en otro sitio:
“Poeta de bujarrones [sodomitas]
y sirena de los rabos [vergas],
pues son de ojos de culo
todas tus obras o rasgos”.
Define a Góngora como un culo poético:
“Este cíclope, no sicilïano,
del microcosmo sí, orbe postrero;
esta antípoda faz, cuyo hemisfero
zona divide en término italiano;
este círculo vivo, en todo plano:
este que, siendo solamente cero,
le multiplica y parte por entero
todo buen abaquista veneciano;
el minoculo sí, más ciego vulto;
el resquicio barbado de melenas;
esta sima del vicio y del insulto;
este, en quien hoy los pedos son sirenas,
éste es el culo de Góngora y en culto,
que un bujarrón le conociera apenas”.
(Quevedo simplemente acumula aquí maneras de insultar a Góngora como puto, acusándolo de disfrazar ese orificio con los cultismos del Polifemo. Vulto: cara; sima: precipicio; bujarrón: mayate; minoculo: monstruo, como minotauro. Identifica la afición de Góngora por la poesía italiana como una frecuentación de la homosexualidad, considerada entonces vicio “italiano”. Polifemo, el cíclope cantado por Homero y por Góngora, tenía un sólo ojo: igual Góngora, pero por detrás, en su antípoda, en su otro hemisferio; un ojo peludo, melenudo entre nalgas muy flacas, que se ofrece a todo veneciano... Se ha disfrazado tan a lo italianizante, a lo grecorromano, a lo culto, que pretende esconder su horror fisiológico. Y caga poesía de lujo, presuntuosa. Al repartir su cero, agujero, entre tantos mayates italianos, logra cifras enormes, etcétera.)
En la mayor parte de sus textos, Góngora parece un torturado canto a la esplendidez del mundo; Quevedo, un torturado desengaño de todo ello. La angustia de Quevedo conmueve más al lector contemporáneo. La utopía estetizante de Góngora brilla como un sueño en rojos y oros de la vida terrenal. Pero esto sólo en los extremos: hay una zona muy amplia en que ambos se mezclan y trastruecan.
Quevedo ha sido muy imitado en el aspecto chistoso de la animalidad humana, pero no en su escándalo cultural, humanista, incluso metafísico, frente a todo eso que también, o sobre todo, define a la especie humana.
¿Bajas pasiones, morbo? No: alta inteligencia y dura crisis de cultura. El hombre no era el sueño de ese precursor de Playgirl y Playboy, Miguel Ángel (o Leonardo da Vinci, o Rafael). Con qué dolor Quevedo arremete contra el narciso renacentista, y lo devuelve al pesebre medieval: mierda, polvo, muerte, nada.
Lo esencial, nuevamente, es la manera atormentada, erudita, razonada, del hombre moderno que abandona la inocencia o ingenuidad renacentistas del erotismo anterior (un Garcilaso, por ejemplo).
No le perdona Quevedo a la raza humana (y menos a sí mismo) la estupidez, la carne que suda y se enferma, la fealdad, la vejez, los callos y los sabañones, los defectos físicos, el tener que comer y defecar, el parto y la muerte, el pudridero, la ceniza y el polvo. Jamás ve con tolerancia o naturalidad los aspectos “bajos” del hombre.
Pero tampoco podía regresar a la firme y sencilla ignorancia de la Edad Media, o a la fácil modestia del hombre ante el mundo y ante Dios. Quevedo sabe de la grandeza humana del Hombre Nuevo del Renacimiento. No puede olvidarla. Y difícilmente se resigna a aceptar que, por alguna misteriosa razón, resultó a fin de cuentas una especie tan fisiológica.
¡Tener un culo, él, don Francisco de Quevedo y Villegas, cortesano e hijo de cortesanos, cristiano viejo, caballero de la Orden de Santiago! Andar agraviado con un culo hasta significaba... ser maricón en potencia, ¡tenía por dónde!: la posibilidad estaba ahí, como llaga. (El odio de Quevedo contra los putos no se manifiesta de modo sólo racional, cristiano, humanista: la penetración anal aparece ante sus ojos como un sumirse en la mierda infernal, sepultarse en un culo. Un pecado bíblico, pero también un antihumanismo; no le va mejor a la vagina... una especie de mujeril culo frontal).
Estas cuatro sonoras letras jamás han resonado en nadie con la fuerza erizada de Quevedo:
“Puto es el hombre que de putas fía,
Y puto el que sus gustos apetece;
Puto es el estipendio que se ofrece
En pago de su puta compañía.
Puto es el gusto, y puta la alegría
Que su rato putaril nos encarece;
Y yo diré que es puto a quien parece
Que no sois puta vos, señora mía.
Mas llámenme a mí puto enamorado
Si al cabo para puta no os dejare;
Y como puto muera yo quemado,
Si de tales putas me pagare;
Porque las putas graves son costosas,
Y las putillas viles, afrentosas.”
Tal resulta su “desengaño de las mujeres”, el fin de las cortes de amor.
Pero, volviendo a nuestro ejercicio, ¿por qué el primero de los dos sonetos comentados resultaba al principio casi incomprensible, y el segundo casi transparente, para un lector no habituado a conceptismos?
Porque el segundo era “obsceno”, esto es, trataba de cosas expulsadas del habla decente, y que por ello la lengua suele usar siempre en forma rebuscada, velada, metafórica. Siempre que nos referimos a lo prohibido de la cultura: mierda, majadería, sexo, robo (¡”el dos de bastos!” es un buen concetto popular), acudimos espontáneamente a formas torturadas del lenguaje: elipsis, albures, dobles sentidos, ingeniosas metáforas, frases hechizas que no aluden sino con arabescos a lo mentado: esto es, hacemos espontáneamente conceptismo.
En cambio, para lo alto, para el amor o la belleza, se anhela la mera efusión romántica, transparente.
El gongorismo más disparado (aves: “cítaras de pluma”) y el quevedismo más soez (culo: “el labio acedo”) responden al mismo algebraico modo de hablar del pícaro callejero que llama a la alcahueta “corcheta de gustos” y al porquero “chirimía de la bellota”. En otro sentido, desde Quevedo y Lope a Borges corre la denuncia de que a los ciegos se les “conceptiza” como “invidentes”, a los escribanos como “secretarios”, a las criadas como “domésticas”, a las prostitutas como “horizontales”, a los dentistas como “odontólogos”, etcétera. Es decir: un uso premeditadamente artificial (ajeno a la presunta corriente espontánea y elemental del idioma), cargado de intención, y no la mera expresión directa y transparente.



LECCIÓN SEGUNDA: FASCINACIÓN POR LA MUERTE: “AQUÍ GOZA, DONDE YACE”.

“Es la esencia del conceptismo el comprimir una riqueza de ideas y emociones en una o dos frases solas” (Parker). En el siglo XVII no priva la diferencia ilustrada o romántica entre la inteligencia y la emotividad: forman una unidad indisoluble y llena de tensiones, que por lo demás no es ajena a toda la tradición europea (Eliot/Terry). El witticism de los poetas “metafísicos” (Doctor Johnson dixit) ingleses del siglo XVII.)
“La concepción de la metáfora en los siglos XVI y XVII insiste en su capacidad para envolver al lector en un proceso de abstracción distinto, hay que decirlo, de la moderna tendencia a mirarla en términos de exactitud sensórea” (Terry).
Todo se vale: la falacia, el juego de palabras —el todo por la parte, la parte por el todo; la causa por la consecuencia, la consecuencia por la causa; anáforas, homofonías, falsas etimologías, falsos silogismos, álgebra de alquimistas: rojo + azul = ¡verde!; contradicciones extrapoladas que hacen más sentido entre más se construyan hacia lo absurdo: quia absurdum...; la imagen violenta, el asunto traído por los pelos. Hay que torcerle el cuello al humanismo cristiano para arrancarle algún graznido de cultura moderna.
El “culteranismo” (categoría meramente escolar, inventada en el siglo XIX, y que ha prevalecido como lastre durante todo este siglo), en cambio, no existe en cuanto estética. Se trata de una categoría pedagógica ulterior. Es apenas la forma suntuosa y superficial, desprovista de metafísica (lo suntuoso por lo suntuoso en sí, la cultura por la cultura) de hacer esta poesía conceptista. Y la escriben tanto Góngora (“culteranismo”) como Quevedo (“conceptismo”).
Buscar en un poema, forjar en él algo más que una música acariciante, que una metáfora sensorial, que una atmósfera dulce, es ya hacer de la poesía, o de la prosa, un asunto de conceptos: de imágenes cargadas de sentido, de trabajo intelectual y de una plenitud moderna, en la cual el poeta ya no se conforma con comportarse como un mero trovador, sino como un amo del idioma, un intelectual destacado, un reformador o contrarreformador religioso, una conciencia crítica.
Y el lector ya no se reduce a la mera oreja abierta, pasiva; se le exige un entendimiento igualmente complejo y culto, al que incluso se le proponen enigmas o crucigramas que varios siglos de erudición filológica no siempre han alcanzado a resolver.
Difícil explicar en términos históricos, sociales y culturales, el por qué de semejante proceso. Cómo el Hombre Nuevo del Renacimiento era joven y divino en el siglo XVI, y caduco y escatológico en el XVII; cómo rivalizaba con el dios platónico o con Apolo en el XVI, y con esqueletos, gusanos y tumbas en el siguiente. La malla resultaría finísima e imbricada, y ciertamente interminable. Pero algunos elementos fundamentales deben mencionarse, pues de otra manera no se explicaría que el conceptismo incluyera lo mismo a Góngora que a Quevedo y hasta a Baltasar Gracián, que durara hasta la fecha (Quevedo y Góngora son los poetas más influyentes del siglo XX hispánico, y resulta ineludible compararlos con Baudelaire, con Mallarmé, con Eliot, con Lezama); y que además formara corriente común con el “marinismo” (Giovan Battista o Giambattista Marino) o “secentismo” italiano, la poesía metafísica inglesa (Donne, Fletcher, Drummond, Browne, Herbert, Shirley, Waller, Cartwright, Crashaw, Lovelace, Marvell, Vaughan) y otras manifestaciones literarias europeas (hay una antología preparada por Molho, en Barral, 1970: Poetas metafísicos ingleses).
El Renacimiento fue una utopía demasiado frágil, falaz e ingenua como para durar demasiado. Necesitaba una ecumene pequeña, de concentradas aristocracias en países no mayores que pequeñas ciudades beneficiadas por un módico auge mercantil y financiero. Cosa de polis, de nuevas Romas o Atenas, especialmente italianas, aunque las imitaron algunas ciudades francesas, españolas e inglesas.
En el siglo XVI el mundo se duplicó. América aportó la confrontación viva con diversas posibilidades de cultura. Lutero volvió difícil y vario el cristianismo. La razón renacentista trajo como consecuencia la Reforma, el despunte capitalista holandés, inglés y germánico y una feroz inventiva en las artes mecánicas y bélicas. Dos millones de muertos contó España en sus guerras imperiales en Europa. Creció la especulación financiera (con el oro y la plata americanos), apareció el negocio militar a gran escala y proliferó la burocracia.
Además, en sus desaforadas guerras, todos los estados europeos incrementaron su autoritarismo, que especialmente en España e Inglaterra se vio acompañado con una restauración puritana que llegó a censurar y hasta prohibir la poesía, la novela y el teatro anteriores. Cervantes y Shakespeare, por ejemplo, no representan la inauguración de una cultura nueva, sino el cierre de las libertades y alegrías renacentistas.
Como consecuencia de tal caos económico, bélico, social, religioso, político, se hincharon también grandes ciudades parásitas, llenas de picaresca y enfermedades. Nuevas enfermedades corrompieron los gentiles cuerpos humanistas. La formación de grandes complejos nacionales resquebrajó cuanta teoría mítica y escolástica dependía de la unidad medieval. Como se ve, era difícil conservar la sencillez en tal época. Junto a Quevedo, Garcilaso, fray Luis de León o “nuestro” Gutierre de Cetina resplandecen como una (dorada) prehistoria. El lema de la nueva era sería el célebre de Calderón: “El delito mayor del hombre es haber nacido”.
Escribe con mucha razón Franz-Walter Müller sobre Los sueños: Quevedo “se refiere a Dante y, como éste, emprende una alegórica peregrinación por el infierno. Pero su infierno tiene ya un semblante no cristiano [al parecer, originalmente lo tenía, pero el Santo Oficio le prohibió ridiculizar al cristianismo; de modo que Quevedo debió sustituirlo con el extravagante anacronismo de una Europa del siglo XVII dirigida por ¡alegóricas potencias grecorromanas!, de un catolicismo contrarreformista ¡pero pagano!], moderno, como sus adversarios, clarividentes a fuerza de odio, le reprochan.”
En Quevedo se ríe con carcajadas desmesuradas. En Quevedo se hacen los chistes más crueles e irreverentes que registre la lengua. “Pasa en él como en las tabernas de las grandes ciudades”: el humanismo convertido en Torre de Babel, en monstruosa pesadilla que nadie sabe a ciencia cierta si la está viviendo o soñando, “de manera que la seriedad de las representaciones religiosas del Más Allá corre en Quevedo el peligro de convertirse en todo lo contrario... Sus personificaciones alegóricas de conceptos religiosos, morales y psicológicos, se mueven en medio de una abigarrada muchedumbre de tipos profesionales contemporáneos, entre jueces, abogados, zapateros, sastres, cocheros, pasteleros, comediantes, políticos, rameras y pícaros”.
Se dice que tal pandemonium sobrevive en las artes españolas de siglos posteriores: Quevedo = Goya + Picasso. Quevedo = Gómez de la Serna + Buñuel. Quevedo = Valle Inclán + Unamuno...
La imaginería de Quevedo como danza de los muertos o como aquelarre, según Rafael Alberti: “...la rueda de todas las figuras, endriagos o fantasmas reales que ríen y lloran en sus sueños. Allí, agarrados de la mano y girando alrededor suyo, los barberos, los soldados, los jueces, los alguaciles, los médicos, los boticarios, las damas gordas y las flacas, las engañadas y las doncellas que no lo son, los viejos verdes, las suegras, los maridos, maduros para la lidia, los beodos, los truhanes, los embusteros, los calvos, los mediocalvos, los calvísimos, las narices, las narizotas de señoras y caballeros, las chinches, las pulgas, las flores, las legumbres, acompañados, en fin, del desengaño, la hipocresía, la envidia, la discordia, la guerra, el llanto, el olvido, y, llevando el compás con la guadaña segadora, la Muerte... Él conoce muy bien a cada personaje de esta danza, puede llamarlos por sus nombres, por los que tienen o por los mil que él les inventa” (“Don Francisco de Quevedo, poeta de la muerte”, citado por Blecua).
Franz-Walter Müller repara, además, en algo realmente esencial: la decadencia del orden estamental medieval sin que apareciera un orden social moderno.
En efecto, las barreras antes infranqueables entre la nobleza, la burguesía, el populacho; entre los cristianos, los moriscos y los judíos, se rompieron con el boom nacional de la Reconquista, el imperio europeo y la conquista de América, todos simultáneos.
Fue posible ser otra cosa: judío que se hace pasar por cristiano, plebeyo que usa el don, artesano que se finge marqués, pedigüeño que presume de soldado, pícaro que escribe comedias, alcahueta con traje de monja, etcétera. “Todo es Corte ya”, escribe Quevedo en otra parte, y en efecto, la descomposición del orden feudal se mantiene en pie (de modo precario) solamente por la burocracia cortesano-clerical, y por la aparición masiva de la especulación monetaria.
Es diversión moderna burlarse de las diferencias entre Góngora y Quevedo, que vieron ellos mismos y sus contemporáneos —leemos ahora como socios, cómplices o solidarios a dos poetas que en sus años parecieron oponerse diametralmente en todo—, señalando sus tremendas semejanzas. Gerardo Diego destacó a Quevedo, en su famosa antología, como gran gongorino. Borges afirma que los versos más típicos de Quevedo los escribió ¡Góngora!:
“Mal te perdonarán a ti las horas,
Las horas que limando están los días,
Los días que royendo están los años”.
(Góngora se tardaba en lograr sus versos maravillosos. Trabajaba despacio. Los inventaba poco a poco. Este colosal terceto tuvo un principio humilde: “No te perdonarán a ti las horas;/ las horas que siguiendo están los días;/ los días que siguiendo están los años”. A lo largo de mucho tiempo fueron apareciendo los versos limar y roer, con su tétrica precisión física; y el adverbio “Mal” que acentúa el llano “No” original.)
Yo podría añadir que si Quevedo es el poeta de la caca, Góngora no canta mal las rancheras con respecto a los orines (en Góngora, los ríos españoles no fluyen: mean: mezquinos chorritos nauseabundos alimentan las ciudades españolas); y no ciertamente para jugar cromáticamente con el blanco y el rojo, que dijera Menéndez y Pelayo, o el rojo y el dorado, como retablos. La cuadruplicación barroca de lo sublime, se acompaño de una cuadruplicación de la escatología y del lenguaje soez. Quevedo y Góngora no sólo multiplican a Petrarca en sus ecuaciones, también a la Celestina, al Arcipreste de Hita, y el lenguaje cifrado de putas, pícaros y bandoleros. Petrarquizan aves y damas, pero también cacas y podre. El caló bellaco como conceptismo popular, igualmente atrevido que el letrado.
Prácticamente todos los investigadores de la obra de Quevedo, representados en los volúmenes citados, están de acuerdo en que el “culteranismo” no existe. Que lo que existe es una forma más artificiosa, más sabia, más erudita, menos segura de verdades sencillas; más profunda en su conflicto entre historia y metafísica, entre vida y doctrina, que se da por igual en el gongorismo o en Quevedo.
Fue una ocurrencia académica el que cada cual de estos dos enemigos furibundos contara con sus propias escuela y estética. Son lo mismo. Si acaso, el antiguo “culteranismo”, que se definía como un rebuscamiento más bien estetizante y léxico, ocioso y ornamental (Góngora), y que no es sino una modalidad del conceptismo, el cual a su vez se veía definido como un rebuscamiento más intelectual, grave, filosófico, metafísico (Quevedo), responderían a la tradicional división entre la poesía “a lo divino” y la poesía “a lo humano”, con la salvedad de que ahora lo Divino es también o sobre todo el hombre.
Es decir, hay poemas “sublimes”, “altos”, lujosos —lo humano divinizado— tanto de uno como de otro, que elevan el mismo estilo a cumbres estetizantes, decorativas y/o filosóficas; y poemas (tanto de Góngora como de Quevedo) que se sumergen en el aspecto satírico, bajo, sombrío, escatológico, pornográfico, soez, majadero y obsceno del humanismo que les tocó vivir al mismo tiempo durante las últimas décadas del siglo XVI y las primeras décadas del XVII (aunque Góngora era unos veinte años mayor, y Quevedo le sobrevivió esos casi veinte años).
Parker demuestra definitivamente que la sátira escatológica La hora de todos puede rivalizar, y hasta sobrepujar, en rebuscamiento y exageración verbales y estéticas, a Las soledades de Góngora: son la misma álgebra poética; aquélla “hacia abajo”, éstas “hacia arriba”.
Y lo mismo con El Buscón. Pero al lector contemporáneo no le resulta excesivo el calembour, la elipsis, el doble sentido o la violencia en el malabarismo verbal cuando se habla de lo sucio y de lo prohibido: ese conceptismo se ha vuelto habitual en el habla corriente, mientras que en lo Bello y lo Sublime espera una efusiva transparencia de Amado Nervo (“Era llena de gracia como el Ave María”, etcétera, lo que bien mirado no es ninguna metáfora sencilla); de ahí que nos espanten como retórica incomprensible versos de Góngora que resultan en realidad mucho menos complejos o enigmáticos que la mayoría de las descripciones burlescas de Quevedo, que entendemos de inmediato y nos estallan en risa.
Müller hace otra comparación, no menos clave, aunque suene sencilla. La posición de ambos poetas con respecto al dinero:
GÓNGORA
“Todo se vende este día,
Todo el dinero lo iguala,
La Corte vende su gala,
La guerra su valentía;
Hasta la sabiduría
Vende la Universidad,
¡Verdad!”
QUEVEDO:
“Son sus padres principales,
Es de nobles descendiente,
Que en las venas del Oriente
Todas las sangres son reales [reales: moneda];
Y pues es quien hace iguales
Al señor y al jornalero,
Poderoso caballero
es don Dinero.”
Aquí está el busilis: el dinero. (Busilis: término barroco para hablar de problemas falsos en la erudición. Viene de una lectura de un mal estudiante de los Evangelios en latín: In diebus illis, “en aquellos días”; pero el estudiante leyó in die, en el día, y no encontró en su diccionario el sufijo del ablativo plural amalgamado con el adjetivo demostrativo: ...bus + illis).
Detrás del color del oro o del rubí, está su valor contable. Pero no nos apresuremos: tanto la crítica de Góngora como la de Quevedo contra el demoniaco dinero distan mucho de ser “progresistas”, de objetar liberal o democráticamente el nuevo auge del dinero. ¡Todo lo contrario! Quieren que los antiguos privilegios de casta, sangre y corporación sigan reinando sobre todo, incluso sobre la moneda. La novedad terrible es que el dinero ¡democratiza!
Ahora resulta Góngora el más claro: “todo el dinero lo iguala”. Es decir, lo odioso del dinero está en que constituye un medio más flexible de igualamiento que los blasones y los escudos heráldicos. Lo odioso del dinero residía en lo relativamente democratizador que podía ser: el artesano y el comerciante afortunados, el granjero emprendedor, el profesional empeñoso, el ladrón en pequeño, la prostituta o el pícaro podían ascender socialmente, cuando antes los apellidos y las corporaciones lo dominaban todo, a pesar de la buena o mala fortuna económicas. Dice muy bien Müller:
“Lo que hace a estos tipos habitantes del infierno no es ya, como a los pecadores de Dante, el ocupar un sistema de castigos de la justicia divina, un lugar determinado por la magnitud de su culpa; un sólo pecado ha desplazado a los otros o los ha reducido a satélites: la cudicia, el afán de dinero y de la riqueza que periódicamente llegan a la metrópoli, procedentes de las colonias, en cargamentos de plata. Es el dinero el poder diabólico que conmueve el antiguo orden estamental de España, destruye el sistema feudal agrario y disuelve leyes, moralidad y familia. De ahí que el dinero venga a ser para Quevedo, como para todos los moralistas de la época, el símbolo del mal”.
Y gracias precisamente a ese desorden, Quevedo, un remoto aristócrata, y Góngora, un paupérrimo hijodalgo, pueden ascender hasta el mayor grado intelectual de su país. En tiempos anteriores no habrían destacado de su fijo sitio de cortesanos o frailes ínfimos. En el nuevo desorden de artesanos o comerciantes enriquecidos, de burócratas y especuladores, Quevedo llegó a protagonizar embrollos políticos en relación con el dominio español en Nápoles, como si fuera un noble de las primeras familias de España, y no un simple miembro de las más modestas entre las blasonadas. Góngora, a ratos misérrimo (de lo que se burla Quevedo con toda crueldad) reinó sobre toda la poesía culta de su tiempo. (En la reciente edición del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Epistolario de Quevedo, puede verse cuántas nuevas puertas se abrieron de pronto al escritor —políticas, económicas, sociales—, y que no volverían a franqueárseles sino hasta el siglo XVIII, con las Reformas Borbónicas, a un Feijoo o a un Jovellanos.)
El conceptismo aparece así, antes que nada, como un heroísmo cultural: prodigiosa o escabrosa hazaña individual, por encima de rangos, castas, blasones. Décadas antes, los intelectuales eran santos o capitanes, héroes o bufones, nobles o criados: ahora son héroes culturales, “monstruos” del ingenio y del talento artísticos.
Góngora y Quevedo resaltan como fundadores de una secta criptográfica, de un riguroso estamento esotérico que no admite intrusos, una especie de masonería literaria.
Al mismo tiempo que prospera la picaresca se conforma la profesión literaria, casi desvinculada de la corte y del convento (aunque no podrá sostener tal independencia muchos años). Ya no frailes santos ni infantes o capitanes mundanos; existe un nuevo ente, poetas. No se hacen poetas, como Garcilaso, para cumplir una de las exigencias del cortesano ejemplar (las otras: las armas, el amor a las damas, la distinción en el modo de vida: propiedades, objetos, ropa, joyas, caza, juegos), sino para cumplir una vocación y profesión escandalosamente emancipadas (al igual que ocurre en las novelas de Cervantes, en el teatro de Lope).
Los poetas barrocos ya no son necesariamente altos cortesanos ejemplares, y su poesía deja de lucir como una de las principales destrezas del buen caballero; se convierte en la vocación única, solitaria, abrumadora, hosca, de un artista excéntrico. Las autoridades de corte e iglesia importan menos: ahora deciden el éxito los espectadores de los corrales (“el español sentado”, que dice Lope), las ventas (el Quijote), las “mafias” o cofradías de poetas y admiradores de los poetas (que libraron la batalla en favor o en contra de Las soledades); el gusto del populacho que se ponía a cantar por todos los caminos y mesones de España los escarramanes, notas rojas o jácaras de Quevedo.
El “escarramán” fue un género culto de romances a la gloria del hampa: desvergonzados corridos de rufianes. Lo inventó Quevedo a partir del apellido de un criminal sevillano (“Carta de Escarramán a la Méndez”), y lo imitó Lope en la “Loa del Escarramán”. Tuvo tantos imitadores que el Santo Oficio lo prohibió no sólo como obra de autores, sino como género popular: se condenó todo tipo de “escarramanes”, o romances jocundamente obscenos donde el criminal se ufanaba de su vida leperusca y conversaba en albures con sus putas y con sus compañeros del hampa. Permitía solazarse en robos, riñas, asesinatos, prostitución, sexo promiscuo y violento, sífilis, ejecuciones, cárceles... El superhampón como superhéroe. Ni siquiera el romanticismo, con su culto a los “marginales” bandoleros o criminales, logró la exaltación del escarramán quevedesco, que reaparecerá en los corridos mexicanos y en las milongas borgianas sobre matones.
En esta especie de emancipación o rebeldía literarias contra su sociedad, lo primero que hacen Góngora y Quevedo es complicar el oficio, o desarrollarlo, elaborarlo, erizarlo de dificultades y de riquezas; elevarlo a las mayores intensidades intelectuales. El conceptismo se erige como una lenguaje secreto de “germanía”, como un caló gremial o una jerga mallarmeana (del artista trágico en su ocio y en su sinsentido: complicadas cifras deliberadísimas contra el azar del mundo) avant la lettre.
Jorge Luis Borges, inteligentísimo e injustísimo cuando se le da la gana, lo que le ocurre a menudo, arremetió varias veces contra el conceptismo poco intelectual de Góngora: contra sus amaneramientos meramente lujosos, sonoros o coloridos, sin metafísica quevedesca en qué apoyarse. Lo llama bobo. No tiene razón: Rubén Darío, Gerardo Diego, Rafael Alberti, García Lorca, Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Octavio Paz, Lezama Lima, entre muchos otros poetas del siglo XX, encontraron inspiración en esa bravura formal, sensual, desprovista de doctrina de Góngora, para liberar y reiluminar los versos más o menos surrealistas de sus libros.
Pero lo que más odió Borges fue el conceptismo de Baltasar Gracián, por un poema que se le atribuyó durante siglos y, gracias a investigaciones posteriores a la muerte de Borges, le ha resultado ajeno; en ese poema, por puro ingenio, el poeta que Borges tomó por Gracián se atrevió a una metáfora escandalosamente frívola, espectacularmente boba: comparar las estrellas del firmamento con las gallinas en un corral. Borges escribió este denuesto del conceptismo de Gracián en El otro, el mismo:
“Laberintos, retruécanos, emblemas,
helada y laboriosa nadería,
fue para este jesuita la poesía,
reducida por él a estratagemas.
No hubo música en su alma, sólo un vano
herbario de metáforas y argucias
y la veneración de las astucias
y el desdén de lo humano y sobrehumano.
No lo movió la antigua voz de Homero
ni esa, de plata y luna, de Virgilio;
no vio al fatal Edipo en el exilio
ni a Cristo que se muere en un madero.
A las claras estrellas orientales
que palidecen en la vasta aurora,
apodó con palabra pecadora
‘gallinas de los campos celestiales’.
Tan ignorante del amor divino
como del otro que en las bocas arde,
lo sorprendió la Pálida una tarde
leyendo las estrofas del [Giambattista] Marino.
Su destino ulterior no está en la historia;
librado a las mudanzas de la impura
tumba el polvo que ayer fue su figura,
el alma de Gracián entró en la gloria.
¿Qué habrá sentido al contemplar de frente
los Arquetipos y los Esplendores?
Quizá lloró y se dijo: Vanamente
busqué alimento en sombras y en errores.
¿Qué sucedió cuando el inexorable
sol de Dios, La Verdad, mostró su fuego?
Quizá la luz de Dios lo dejó ciego
en mitad de la gloria interminable.
Sé de otra conclusión. Dado a sus temas
minúsculos, Gracián no vio la gloria
y sigue resolviendo en la memoria
laberintos, retruécanos y emblemas”.
Efectivamente, así como el romanticismo corrió los riesgos de la demagogia y la sensiblería, y el neoclasicismo el de la simpleza y la moraleja escolar, el conceptismo se enfrentaba a una monotonía de metáforas o concettos —”laberintos, retruécanos, emblemas”— sin otro sentido que la novedad del ingenio, el alarde técnico, el juego de cifras algebraicas. Pero en Góngora ganó color, luz, carne, dramatismo, música. En Quevedo todo ello, y además, tremendas reflexiones sobre las esperanzas y las caídas del hombre en la cultura de su tiempo.
El odio de Góngora a la poesía menos elaborada (el “aguachirle castellana” de Lope, tan llano que hasta se apellida Vega), o el azote a “los poetas memos” (que se pasan de listos, como Cervantes atacaba a Quevedo), identifican esta rebatinga de una literatura sin dueños. Esto es, aparece el escritor moderno, celoso de su independencia, narcisista de su personalidad, fanático de su oficio, enamorado de su arte y de sus opiniones tremendamente individuales. Esas furibundas batallas literarias en torno a Góngora, Lope, Cervantes, Ruiz de Alarcón, Quevedo, no volverán a la escena española sino hasta finales del siglo XIX.
Ya no va a ser espontánea ni fácil labor la de cantar; ya no va a tener límites; será filosofía erótica, escatología, mierdología, historia, ciencia, metafísica, mundanidad sonora, todo junto y a la vez. El poeta ya no se arropará en su condición de criado, pariente o protegido de un blasón o de una corporación; tratará de asumirse como héroe cultural por sí mismo.
Hay mucho en Quevedo que anticipa los delirios germánicos del superhombre; se atreve a erigirse en profeta, en ángel exterminador, en conciencia del rey, en confesor y director de conciencia laicos, senequistas; en paradigma de su país y, de hecho, de la cristiandad. Él es España. El arquetipo de lo español: España será quevedesca o no será.
Buena parte de la furia de su prosa polémica o de sus sátiras, y luego de sus desengaños líricos, tiene que ver con la desmesura del destino intelectual y personal que se atribuyó, en una época en que los poetas, los sabios y los escritores habían de acatar una posición dependiente y hasta servil: criados del rey, del privado o valido del rey, del arzobispo, del fraile superior.
Quevedo, más que ningún otro escritor español, intentó el ideal renacentista del hombre cabal, ilimitado, de la Autobiografía de Cellini; por ejemplo: la política, las armas, las letras, las artes, las pendencias. (Fue uno de los raros escritores que no quisieron meterse a monjes, que se decidieron por una pluma laica, aunque teológica.) En él ya se vislumbra la nueva ambición intelectual de Voltaire o de Goethe, y hasta la nueva ambición política de erigir al propio clerc en ministro y hasta en tirano. (¡Cuánto lo obsesionó el poder!)
Y claro, la realidad le fue adversa: más como político que como pensador o poeta, fue a dar la cárcel. Preso político, por razones todavía turbias, pero no las de un mero mártir del pensamiento, sino las de un derrotado entre presuntos conjuradores contra los negocios del rey en Nápoles.
Sin embargo, seguramente este superior destino que Quevedo fijó a su literatura, la pasión y el trabajo que en ella arden, puedan explicar su intensidad y su diversidad excepcionales. Y su reino a través de los siglos, a pesar de censuras, de erratas, de laberintos verbales e ideológicos, de impresos selváticos.
El conceptismo también resonó como un grito de independencia intelectual contra las burocracias cortesana y clerical, como una mayoría de edad del pensamiento, como una insubordinación del lenguaje artístico contra las normas del poder real o clerical, como una elevación del destino y de las funciones tanto del autor como del lector. Ya no se pide un vaso de buen vino, como en Berceo, para retribuir la fatiga del cantor, ni se embelesa al escucha con las fábulas esperadas en la música esperada. Chisporrotea un guiño mefistofélico entre autor y lector.
El conceptismo, por lo demás, asistirá a la decadencia del imperio español y escribirá la crónica —atormentada y suntuosa— de su apocalipsis. Es el juicio sumario de la inteligencia contra la realidad. Juicio que, inevitablemente, dista mucho de parecerse a las conclusiones históricas que podemos sacar a varios siglos de distancia.
Müller demuestra cómo Quevedo se enfurece demasiado con los aspectos no fundamentales de la decadencia española (la burocracia judicial y administrativa, por ejemplo, con su folklore picaresco) y, en cambio, no advierte las principales fuerzas históricas que la provocan:
“Ni su patriotismo le permite reconocer los verdaderos motivos por los que el poderío español se ha quedado ya atrás históricamente, ni ve las nuevas fuerzas económicas del naciente capitalismo holandés, ni la revolución espiritual del protestantismo y del calvinismo”.
Efectivamente: Quevedo no ve desde fuera ni desde otro tiempo lo que está pasando; sino desde adentro y a partir precisamente de la propia cultura en decadencia. Va en el mismo barco que se hunde, y naufraga con él. Su obra es la gran catástrofe de la cultura castellana del siglo XVII. Nadie quiso identificarse con ella. Se buscó como baluartes del casticismo a fray Luis de León, a san Juan de la Cruz, a Lope de Vega, a Cervantes, a Calderón: nunca al demoniaco (“Inteligencia, soledad en llamas” diría José Gorostiza) Quevedo, autor de puros textos inconvenientes, incluso o sobre todo en los escritos que se pretenden religiosos o piadosos. Ni siquiera en el siglo XX.
Quevedo aporta a la catástrofe sus esfuerzos múltiples. La variedad de sus recursos estilísticos y de sus preocupaciones tiene relación con la multiplicación de confusiones, derrotas, contradicciones y errores propios de una crisis.
Se han señalado versos quevedescos de Góngora. No escasean los gongorinos de Quevedo (la adustez y la violencia quevedescas, en claroscuros explosivos, resaltan la suntuosa álgebra gongorina): “Túmulo de la mariposa”:
“Yace pintado amante
De amores de la luz, muerta de amores,
Mariposa elegante,
Que vistió rosas y voló con flores,
Y codicioso el fuego de sus galas
Ardió dos primaveras en sus alas.
El aliño del prado
Y la curiosidad de la primavera
Aquí se han acabado,
Y el galán breve de la cuarta esfera [Faetón]
Que, con dudoso y divertido vuelo,
Las lumbres quiso amartelar [seducir] del cielo.
Clementes hospedaron
A duras salamandras llamas vivas;
Su vida perdonaron,
Y fueron rigurosas, como esquivas,
Con el galán idólatra que quiso
Morir como Faetón, siendo Narciso.
No renacer hermosa,
Parto de la ceniza y de la muerte,
Como fénix gloriosa,
Que su linaje entre las llamas vierte,
Quien no sabe de amor y de terneza,
Lo llamará desdicha, y es fineza.
Su tumba fue su amada;
Hermosa, sí, pero temprana y breve;
Ciega y enamorada,
Mucho al amor y al poco tiempo debe;
Y pues en sus amores se deshace,
Escríbase: ‘Aquí goza, donde yace’”
(El tema es la mariposa que se enamora del fuego, se acerca a la llama y se quema. Las variaciones: la mariposa, llena de colores y de luz, es más fuego que el fuego; más jardines en sus alas que los floridos jardines; al acercarse al fuego, se parece al hijo de Apolo, Faetón, que murió por imitar al sol y conducir su carro; es fuego en el fuego, como la mitológica salamandra, reptil que vive entre llamas; al quemarse, yacer, goza, porque añade su colorido fuego al fuego, crepita en su amor del fuego, etcétera.)

LECCIÓN TERCERA: EL VENCEDOR DE LA MUERTE: “POLVO ENAMORADO”

Quevedo es mucho menos religioso de lo que se supone; su insistencia en la muerte, en el paso y los estragos del tiempo, en la miseria y desdicha humanas resulta, más bien, la primera lucidez secular en tales abismos, antes monopolizados por la religión. Un Heráclito cristiano, un Epicteto cristiano, un Séneca cristiano: todo lo cristianos que se quiera, pero Heráclito, y Epicteto, y Séneca, y sus divulgadores modernos, como Lipsio.
Muchos de sus poemas serios más sentidos acarrean inspiración estoica. Se insiste mucho en versos quevedescos como los siguientes:
“Ayer es fue; mañana no ha llegado;
Hoy se está yendo sin parar un punto;
Soy un fue y un será, y un es cansado”.
Es una terrenal meditación sobre la pérdida de la salud, sobre el cansancio de la edad. Reflexión sobre la fragilidad de la naturaleza humana que estaba echando encima de sus hombros un destino antes depositado en el más firme recurso del Dios medieval. Daba pánico recibir el peso de un mundo humanizado, y daba entusiasmo:
“La lengua se me pega a la garganta;
Agua a mis ojos falta, a mi voz bríos;
Nada me desengaña;
El mundo me ha hechizado”.
El pícaro y el pecador fungen entonces como héroes, son los primeros y más espontáneos protagonistas de un mundo humanizado: los ardientes que se arrojan a la hazaña de vivir por su cuenta (“los pecadores/ que tan sin rienda viven como vivo,/ con amor excesivo”). Más que misticismo o metafísica convencionales, en Quevedo asoma el conflicto, la sensación de vértigo del hombre moderno en un mundo moderno, aunque siempre ya bastante encaminada la retirada, y convencida de su fracaso seguro. Ser ya moderno y no poderlo ser, como en su célebre “Salmo VIII”:
“Dejadme un rato, bárbaros contentos,
Que al sol de la verdad tenéis por sombra
Los arrepentimientos;
Que la memoria misma se me asombra
De que pudiesen tanto mis deseos,
Que unos gustos tan feos
Hiciesen parecer hermosos tanto.
Dejadme, que me espanto,
Según soñé, en mi mal adormecido,
Más de haber despertado que dormido;
Contentaos con la parte de mis años
Que deben vuestros lazos a mi vida;
Que yo la quiero dar por bien perdida,
Ya que abracé los santos desengaños
Que enturbiaban las aguas del abismo
Donde me enamoraba de mí mismo”.
En la mayor parte de su obra ascética, ya sea en prosa o en verso, Quevedo se detiene con gran énfasis, incluso con temblor, frente a la gallardía vital del pecado, a la que canta con voces especiales e inconfundibles, mientras que en su desengaño o denostación prefiere las más de las veces sólo dejarse llevar por la tradición ascética.
Como moralista, lo específicamente quevedesco es la minuciosidad con que se recrea, y no tan furtivamente se celebra, la fuerza y la vitalidad del mundo: “Que la memoria misma se me asombra/ De que pudiesen tanto mis deseos” o “las aguas del abismo/ Donde me enamoraba de mí mismo” son más alegría humanista que no confesión contrita.
Un terceto del Salmo XVI (segunda versión) embellece tanto la muerte secular, el definitivo deshacerse sin promesas religiosas, que recuerda el paganismo de Gide y su “C’est consentant que j’approche la mort solitaire” (Thésée); pero aquí duplicada por la intensidad con que el viento “anhela” dispersar los polvos humanos, y lo hace una y otra vez, como el eterno viento en los eternos polvos de los desiertos.
¡El viento nunca acaba de dispersar el polvo humano: confesión de la inmortalidad de ese polvo tenaz! El adjetivo adverbial “sucesivo” del mismo terceto permite muchos poemas en uno: a) el viento ha anhelado siempre dispersar el polvo humano, b) lo anhela una otra vez (sin conseguirlo del todo), c) lo seguirá anhelando por siempre; o d) todo junto: la razón de ser del eterno viento consiste en interminablemente desatar y dispersar cenizas que vuelven, que nunca alcanza a dispersar del todo (lo recordará Gutiérrez Nájera: “¡No moriré del todo, amiga mía! / De mi ondulante espíritu disperso...”):
“Desata de este polvo y de este aliento
El nudo frágil en que está animada
Sombra que sucesivo anhela el viento”.
La cultura hispánica se ha negado a leer este tono vitalista y laico. Se diría que un clásico español no debe hablar del hombre ni de la tierra; y cuando lo hace, se le lee como si estuviera diciendo otra cosa.
El salmo XVII (“Miré los muros de la patria mía”), uno de los poemas más célebres de Quevedo y de toda la poesía en castellano, sufrió una deformación de lectura, y fue comprendido como un melancólico patriotismo, una elegía a la decadencia de la nación española del tipo romántico que sólo podía ocurrir en el siglo XIX, de modo que —como tantos prestigios— se volvió célebre por lo que no era.
Blecua y Price lo devuelven a la lectura original: La meditación laica y hasta pagana (un motivo de Séneca y de Ovidio) sobre la edad y el desgaste del cuerpo.
La raíz de la confusión proviene del uso ciertamente hereje de la palabra “patria” para hablar del cuerpo (que, en ortodoxia, debe ser el exilio, y la patria verdadera ubicarse en Dios); y la suntuosa descripción de la decadencia del cuerpo, que como una nación antigua —Quevedo, hasta en su decadencia física, se está comparando con el Imperio Romano, sobre cuyas ruinas escribió en este tono innumerables veces, nada menos— desmorona sus muros, pierde su valentía (vigor, arrojo), se seca como arroyos viejos (hielo o canas) y desaguados; los miembros se vuelven oscuros y áridos, y hasta la propia habitación refleja la ruina humana.
El énfasis de la época y de Quevedo sobre la fragilidad humana tiene menos que ver con los cilicios y golpes de pecho de la ascética cristiana, que con una crítica al endiosamiento del hombre renacentista; más próximo a Séneca que a santa Teresa. Ya hay, desde luego, una íntima certeza del fracaso y de la derrota, que hace al poeta empezar a lamentar sus canas cuando apenas le están saliendo bigotes; y considerar en el mundo más posibilidades de desastre que de alegría, más la amenaza de la vejez y de la muerte que la oportunidad de la lozanía y de la plenitud. Pero el poema habla de la relación secular, laica, de un hombre con su cuerpo: pudieron haberlo inventado un egipcio, un griego, un romano, un renacentista, un voltaireano, un victorhuguesco, un joyciano, un borgiano, en cualquier siglo y bajo cualquier signo religioso, nacional o ideológico:
“Miré los muros de la patria mía,
Si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
De la carrera de la edad cansados,
Por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo, vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
Y del monte quejosos los ganados,
Que con sus sombras hurtó su luz el día.
Entré en mi casa: vi que, amancillada,
De anciana habitación eran despojos;
Mi báculo, más torvo y menos fuerte;
Vencida de la edad sentí la espada.
Y no hallé cosa en qué poner los ojos
Que no fuera recuerdo de la muerte”.
El tema del envejecimiento, la pérdida de belleza y de fuerza (la espada se lee tanto más enfáticamente cuanto se sabe lo mucho que Quevedo se preciaba de ser excelente espadachín, aunque en la lectura moderna agrega el albur: la disminución de la potencia fálica: “vencida de la edad sentí la espada”) recurre en cada verso.
Semejante amor por la vida se denuncia en tal furibundo dolor de dejarla; en cierto sentido, su obra es una ardua defensa íntima contra ese dolor radical. Véanse las consolaciones que propone en esa joya del laconismo y de la más rápida esgrima del pensamiento y del lenguaje que es De los remedios de cualquier fortuna (mucho más preciso en cuanto español relatinizado —español conciso y comprimido— que el Marco Bruto.)

“Morirás. Ni el primero ni el postrero. Muchos murieron antes de mí; todos después.
“Degollaránte. No hará el cuchillo más en mí de lo que hiciera mi naturaleza.
“Morirás lejos. Ninguna patria es ajena al muerto.
“Morirás mozo. Harta vida son pocos años, cuando muchos son poca vida. Morirás mozo. Eso es llegar antes adonde voy, ¿qué caminante aborreció el atajo? Morirás mozo. Sola la mocedad es vida en la vida; luego en la vejez sólo me quita más muerte la muerte.
“Perdí el dinero. Conviene a saber, el que para que tú le tuvieses, otro lo perdió antes.
“Perdí buena mujer. Tu dicha fue merecerla, si la hallaste; tu sabiduría, si la hiciste buena; y tu alabanza, si teniéndola buena, no la ocasionaste a dejarlo de ser. Perdí buena mujer. Si puedes con tu naturaleza, mejor es la continencia; si no, san Pablo dijo que es mejor casarse que arderse.”

Este “arderse” desmiente, con su énfasis, toda la consolación; como en los otros casos, hay más reiteración en la gallardía que deseos de desengaño: “Sólo la mocedad es vida en la vida”, por ejemplo; y pinta con tonalidades vivas las grandes luces de su mortecino discurso, en el que, por lo demás, mejor esplende el regocijo vital de la inteligencia, la práctica mundana del lenguaje y del entendimiento, que cualquier ponderación moral.
La mala lectura de “Miré los muros de la patria mía”, sin embargo, es una especie de lectura magnífica. Al atribuirle un sentido nacionalista, y asumir como historia de España lo que Quevedo decía del desgaste físico de su cuerpo, con la tensión enfática en el bien perdido, los españoles se trucaron un poema nacional que les hacía falta para llorar su larga decadencia de tres siglos.
Y no estaban desencaminados, pues en el siglo XVII el individuo no era el ente a veces sicológico, a veces civil, a veces sentimental, a veces religioso, que vemos en el siglo XIX, sino todo junto. El Quevedo erótico no está separado del Quevedo español, ni su religiosidad de su secularismo renacentista, ni su entendimiento de sus sentidos, ni su edad de su vocación política; en cierto sentido —aunque efectivamente no hay razón filológica ni estilística para atribuirle a “patria” otra connotación que la del cuerpo humano en este salmo— Quevedo sí estaba hablando de España. Él era España. Él había sido abatido por la Armada Invencible. Él sufría en carne propia las embestidas de turcos, ingleses, franceses, holandeses e italianos contra el imperio “donde no se pone el sol”.
Y seguramente, si no le hubiera tocado la época de los grandes desastres nacionales españoles, del fortalecimiento de religiones y países enemigos, Quevedo —así de junto iba todo— habría escrito poemas líricos, eróticos o burlescos más risueños. La realidad enemiga le provoca sucesivos proyectos de barricada. Sus desengaños son barricadas, fugas, exilios en una realidad torpe y arisca:
“Retirado en la paz de estos desiertos.
Con pocos, pero doctos, libros juntos,
Vivo en conversación con los difuntos
Y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
O enmiendan o fecundan mis asuntos;
Y en músicos callados contrapuntos
Al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
De injurias de los años vengadora,
Libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la imprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
Pero aquélla el mejor Cálculo cuenta
Que en la lectura y estudio nos mejora.
(“Cálculo” significaba en el siglo XVII simplemente piedrita; una piedrita para señalar, como en un mapa o calendario, el mejor día o la mejor hora. Dice James O. Crosby (Poesía varia de Quevedo, Madrid, Cátedra, 1988): “La imagen del verso 13 es recuerdo de los satíricos latinos Persio y Marcial, quienes dijeron que los días venturosos los había que señalar ‘con mejor piedrecilla’”).
Bueno: no hay mayor gallardía que la literatura, ni mejor inmortalidad que la artificial y humana; cómo celebra la máquina de imprimir, las piezas de artillería, o el reloj de campanilla: intrusiones sacrílegas del hombre en los reinos de la divinidad o de la naturaleza, y los “músicos callados contrapuntos” (versos con ritmo, pero meramente impresos) que duran más que imperios y que épocas.
Y la dura búsqueda de la felicidad, ya no sólo como conquista, sino como defensa: “Reina en ti propio, tú que reinar quieres/ Pues provincia mayor que el mundo eres” (el humanismo renacentista halagaba al hombre como un prodigio mayor que... el mundo); o bien: “Deberás [dice al lector] en mi advertencia, pobreza alegre, paz victoriosa, vida sin desprecios y muerte desembarazada”, ¿qué mejor programa de humanismo? Sobre todo si se incluye, en su peculiar programa estoico, no la renunciación a la hazaña o la desgracia, sino la abolición del miedo a “la vida peligrosa/ la muerte apresurada y belicosa”. Este conflicto en laberinto de razones, de pronto se aclara en canciones transparentes:
“Ya todo mi bien perdí;
Ya se acabaron mis bienes;
Pues hoy, corriendo tras de ti,
Aun mi corazón, que tienes,
Alas te da contra mí”.
La gallardía del entendimiento que vuelve victorias las derrotas, y ganancias las pérdidas mediante la alquímica agudeza del conceptismo, y multiplica los poemas según uno escoja entre las múltiples opciones que literalmente baraja. ¿Cuándo nos podremos de acuerdo sobre qué dice el “Memorial inmortal de don Pedro de Girón, duque de Osuna, muerto en la prisión”, con “Y su epitafio la sangrienta luna”. No se habla de una anécdota atroz de la luna, en un episodio sangriento de batallas navales, sino de una frase hecha: la luna roja de los turcos.
Tal vez habría que aceptar que se trata sobre todo de un poema-objeto, grupo escultórico, hecho más para verse que para entenderse, sin más razón que el capricho biográfico de ser el duque amigo del poeta. Mayor paganismo literario no puede concebirse: la forma por la forma, la razón por la forma; formas y colores que “son razones”. (Borges estudia verso por verso este poema en Siete noches: “La poesía”.) En esto es uno con Góngora: la poesía plenamente humana, el arderse de los sentidos. Una simple sensación de calor produce este objeto quevedesco:
“Ya la insana Canícula, ladrando
Llamas, cuece mieses, y, en hervores,
De frenética luz, los labradores
Ven a Proción, los campos arrasando”.
Y una soberbia profesional, que se crea retos casi imposibles, para depurar el gremio. Sólo será poeta quien se atreva, por ejemplo, a escribir un soneto cuyas palabras empiecen siempre con la misma letra. El famoso “soneto en a” a Antonia:
“Antes alegre andaba; agora apenas
Alcanzo alivio, ardiendo aprisionado;
Armas a Antandra aumento acobardado;
Aire abrazo, agua aprieto, aplico arenas.
Al áspid adormido, a las amenas
Ascuas acerco atrevimiento alado;
Alabanzas acuerdo al aclamado
Aspecto, aquien admira antigua Atenas.
Agora, amenazándome atrevido,
Amor aprieta aprisa arcos, aljaba;
Aguardo al arrogante agradecido.
Apunta airado; alfín, amando, acaba,
Aqueste amante al árbol alto asido,
Adonde alegre, ardiendo, antes amaba.”
Y entre tal refinamiento de donaires, viene el más explosivo: la risa, la nerviosa risa artificial del insulto y la caricatura. “¡Ay, Floralba! Soñé que te... ¿dirélo?”. El doble sentido: “Andúvete con la boca/ Rosa a rosa las mejillas,/ Y aun dentro de tus dos ojos/ Te quise forzar las niñas”. El reto picaresco. Sin embargo, como se verá mejor en las prosas satíricas, Quevedo dista de ser el héroe “popular” o el narrador “realista” como se le simplifica y difama.
En sus burlas presenta al pueblo español y a los tipos populares exageradamente contrahechos: más monstruos del laberinto quevedesco que fieles acarreos de la experiencia social. En esto también Quevedo es conceptista, y sus figuras burlescas y populares distan tanto de la realidad como los enjoyados idilios de Góngora.
Quevedo no busca retratar al pueblo sino fabricar a partir de él fantasías (esperpentos) de un vitalismo precipitado; en cierto sentido, el pueblo español fue para Quevedo lo que los países tropicales para tanto moderno universitario europeo: fuga de su clase, de su cultura, de su asfixia. Puros escarramanes.
Es Quevedo mismo queriendo ser otro, más fisiológico, más cotidiano, más libre, casi truhán; capaz por ejemplo de responder a su apocalipsis letrado con un “Fríeme retacillos de marranos;/ Venga la puta y tárdese la flota:/ Y sorba yo, y ayunen los gusanos”. Y en cuanto a la fidelidad de la literatura con respecto a la realidad, es mejor buscar al pueblo español en santa Teresa, en Cervantes, en Lope.
El pícaro y el pueblo de Quevedo son ardides literarios, elevados a un grado de artificialidad insuperable. ¿Que el blanco y el rojo —perlas, rubíes— son los colores estetizantes, tomados del poeta italiano Giovan Battista Marino, para hablar del rostro de una dama? Responde Quevedo: “Habla casi frejona de estropajo; / El aliño, imitando a la corneja;/ Tez que, con pringue y arrebol, semeja/ Clavel almidonado de gargajo”. Y no hay que meterse en pornografías, y preguntar a qué tipo de gargajo se refiere. Todo un proyecto de fuga del sublime humanismo: “Si a costumbres de bestia me resbalo...”
Y una fascinación literaria al encontrar que, fuera de cinco o seis poetas, nadie hablaba sabroso el castellano más que el pueblo:
“Hablemos prosa fregona
Que en las orejas se encaje”
(La aliteración de la j encaja más el verso en las orejas.)
La “prosa fregona” es inmejorable para narrar una bronca. De hecho, Quevedo fue famoso en su época, antes de las ediciones impresas de sus libros, por las jácaras o corridos de rufianes (escarramanes), que luego le imitó Lope de Vega:
“Se majan, se machucan, se martillan,
Se acriban y se punzan y se sajan,
Se desmigajan, muelen y acrebillan,
Se despizcan, se hunden y se rajan,
Se carduzcan, se abruman y se trillan,
Se hienden y se parten y desgajan:
Tan cabal y tan justamente obran,
Que las mismas heridas que dan cobran.”
O esta especie de “nota roja” (Según Crosby, “mulato” no tiene aquí una acepción racial, sino sexual: era el homosexual a quien ya se le ve lo negro que ha de quedar cuando el Santo Oficio lo chamusque en la hoguera):
“Montúfar se ha entrado a puto
Con un mulato rapaz:
Que por lucir más que todos,
Se deja el pobre quemar”.
Pero está también la gallardía cortesana o petrarquista, que en el momento preciso de su agotamiento, todavía gana en Quevedo encarnaciones frescas: “Que Amor, ¡triste de mi!, arde en mis venas/ (Menos de sangre que de fuego llenas)”, y este viejo verso en versión nueva: “Y es duro campo de batalla el lecho”.
Y la gallardía gongorina del “Himno de las estrellas” —anticipa a Hölderlin, Novalis, Jean Paul—. Estrellas como suntuosas exequias del día. Como nocturnos ejércitos de oro. “Letras de luz, misterios encendidos”. Galas del “sueño helado”. “Llamas que habláis con doctos movimientos,/ Cuyos trémulos rayos son acentos”. “Luces tutelares” y amenazas contra soberanos: “Ya fijas vais, o ya llevéis delante/ Por lúbricos caminos greña errante” (cometas). Signos inmortales de amores muertos. Y en fin, las estrellas como lóbregos pájaros de la noche, que ya pregonan “El sueño” de sor Juana:
“Las tenebrosas aves,
Que el silencio embarazan con gemido,
Volando torpes y cantando graves,
Más agüeros que tonos al oído,
Para adular mis ansias y mis penas,
Ya mis musas serán, ya mis sirenas”.
Todo ello de algún modo se traba en su mejor poema, “Amor constante más allá de la muerte”. Imposible encontrar mayor poema en castellano. Y por supuesto, aún no sabemos —nunca lo sabremos, y tampoco lo supo Quevedo— bien a bien qué dice. Todos los críticos lo han estudiado (Alonso, Borges, Blanco Aguinaga, M. R. Lida, Naumann) y ha embrujado a los poetas (Paz).
Y es que la claridad conceptista no es la claridad simple del pensamiento contemporáneo, en blanco y negro, con discrimen a regla de cálculo. ¿A qué “dios”, por ejemplo, se refiere en el primer terceto? No hay que pensar sólo en Cristo cada vez que se diga “dios”, ni en España cada vez que se diga “patria”. Yo sospecho —sin excluir otras referencias, como en efecto la posible eucaristía o la partícula divina que como creación tiene todo cristiano— que ese “dios” se refiere al yo renacentista, al hombre que vale más que el mundo, al esplendoroso yo de las mocedades de Quevedo; al hombre-dios del Renacimiento, al cuerpo humano embellecido por las escultóricas referencias a los griegos, al “dios” que hace gongorismos y prosa fregona, al que reinventa a Séneca y a España:
“Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;
Mas no, de esotra parte en la ribera,
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama la agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Medúlas, que han gloriosamente ardido,
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido:
Polvo serán, mas polvo enamorado”.
(“Medúlas”, con acento grave, era la forma habitual del siglo XVII y la que exige el ritmo del verso.)
Tal es Quevedo. Los eruditos podrán rastrear todo tipo de antecedentes numerosos del fuego y del agua, en España o en Italia, pero no negar que el punto de llegada es el verso “Nadar sabe mi llama la agua fría”. La llama de Quevedo en el agua fría de la escolástica, de la retórica, del patriotismo, de la religión, del humanismo, del lenguaje y hasta de la propia lógica (pues ninguna llama —sin trucos pirotécnicos— sabe nadar el agua fría), de modo que su razonamiento infringe también la ley severa del sentido, para crearse un sentido particular, incomprensible fuera de sus propios términos, para “decir lo indecible” (Villaurrutia).
En este aspecto, el conceptismo fue también un modo de ser hereje con riesgos menos mortales (aunque multitud de textos de Quevedo fueron procesados por la Inquisición, en vida del autor y durante siglo y medio después, como prueba de lo peligroso de su alta y refinada literatura: a finales del siglo XVIII se seguían tachando o arrancando páginas de sus libros, en las bibliotecas, por nuevas órdenes del Santo Oficio).
Un modo de disentir con la teología, de “perder el respecto a ley severa”. Y hasta con la naturaleza, hasta lograr la victoria mayor sobre la propia muerte, e insinuar, con la máquina artificiosa del álgebra conceptista, una inmortalidad humana a partir precisamente del amor, previamente definido en los términos más radicalmente físicos imaginables: venas, humor, medúlas. El prodigio de ser hombre, más allá del cristianismo, gracias a las utopías, las esperanzas y la soberbia terrenal del humanismo renacentista, no puede apagarse ni con la muerte, ni con los siglos y siglos después de la muerte.
El cuerpo se le había vuelto conflictivo. Ya no era el llano cuerpo compacto de un hijo del Señor, sino el alto, divinizado cuerpo de las estrellas gongorinas. O el difícil, infinitamente asombroso, cuerpo humano de autopsia, letrina y carnicería. Un “dios” en sus vísceras.
Acaso algo tenga que ver con Quevedo la dificultad del cuerpo que aparece en sor Juana, y que por una parte, logra el célebre retablo de esdrújulas a la Condesa de Paredes (su Duque de Osuna): un cuerpo sólido, escultórico; y por el otro la disolución del cuerpo en humor, secreciones y vísceras, como aquel final de soneto:
“Pues ya en líquido humor viste y tocaste
Mi corazón deshecho entre tus manos”.
Algo de encarnizamiento quevedesco con la fisiología advierto también en “El sueño” de sor Juana, especialmente durante la descripción de la “interior cocina” o el estómago. Cuerpo difícil, alma difícil, lenguaje difícil, patria difícil, entendimiento difícil en la clara, vivaz, vigorosa llama de Quevedo.


LECCIÓN CUARTA: EL CARNAVAL DEL INFIERNO

En más de un sentido, Los sueños de Quevedo representan la parodia de la literatura cristiana del ultramundo (viajes al infierno, al purgatorio, o a alegóricas regiones de vanidad y pecado), del mismo modo que el Quijote lo hace con las novelas de caballería. La mejor literatura española fue asunto de humoristas, plagiarios, traductores, pendencieros, tramposos, guasones y parodistas, antes de inmortalizarse como abstrusos departamentos menores de las universidades norteamericanas.
Y así leyeron y entendieron los inquisidores a Quevedo, y prohibieron Los sueños como a libro ateo, blasfematorio y enemigo de clérigos, jueces y gobernantes; finalmente, lo obligaron a suprimir partes enteras, a modificar otras, a retractarse de todo, y especialmente a extraer la estructura paródica: el marco cristiano de Los sueños tuvo que verse traducido a un marco pagano, de modo que todas las burlas ocurrieran dentro de la mitología grecorromana y no en la imaginería cristiana.
Hasta el título tuvo que cambiarse, no sin ironía, por uno de merengue: Juguetes de la niñez. De todos los libros fundamentales de la literatura española es éste el que corre más tergiversado y mutilado en las ediciones masivas, el que más necesita de profundo trabajo editorial para reconstruir su arquitectura original y hacer notar al lector, en lo posible, lo que fue cambiado, o suprimido o incluso añadido para taparle el ojo al macho. (Buena parte de la beatería que se encuentra en Quevedo se debe a la necesaria argucia para distraer a la censura.)
Como el Quijote con relación al Amadís, Los sueños implican una lectura nueva y paródica de un texto clásico ya “rebasado” al menos como teoría cultural: la Divina Comedia, con su perfecta arquitectura de premios y castigos ultraterrenos: esto es, una modernidad crítica frente a un texto que se ha vuelto antiguo. Ya cité las observaciones de Müller sobre la modernidad de Quevedo: ruptura del orden estamental por las ganzúas del dinero, contaminación de cotidianeidad, vulgaridad y desparpajo. Raimundo Lida ofrece otras:
a) La presencia de un demonio moderno. Muy atinadamente Lida trae a colación a Marlowe. Sin exigirle a Quevedo baudelaireanismos que no eran de su siglo (como tampoco lo eran los sociologismos positivistas y marxistas), así quisiera yo definir Los sueños: la agudeza del diablo.
Dice el gran Lida: “Con frecuencia alarmante, el diablo predicador es fiel portavoz de Quevedo, y el yo narrativo de los Sueños —el yo construido por Quevedo dentro del relato— suele aprobar y celebrar sus discursos... Quevedo apunta una y otra vez lo seductor de las argucias retóricas del demonio. Dentro del Segundo Sueño, el narrador se maravilla al oír las ‘sutilezas del diablo’, como él las llama, y como reitera poco después: ‘Yo, que había comenzado a gustar las sutilezas del diablo...’”
b) La venganza de los villanos, de sus escarramanes. Con el truco católico de que no hay peor infierno que la realidad pecaminosa, y sobre todo que la realidad contemporánea de España, los grandes villanos hablan largo y tendido para justificarse, y llegar a la conclusión de que no eran tan malos como los pintan. Judas (como en muchas otras páginas de Quevedo) logra cierta reivindicación que no dejó de escandalizar, y que retomarán otros partidarios de Judas, como Anatole France y Borges; Mahoma y Lutero, por supuesto, se hunden aún más.
Quien tenga práctica en la lectura de textos producidos bajo estricta censura sabe muy bien, como lo sabía la Santa Inquisición, que el truco mejor era urdir un diálogo entre el maldito que dijera maravillas ingeniosas y el beato que simplemente reprodujera los beatos, opacos lugares comunes. El bendito siempre gana, pero mientras tanto el maldito ya rompió el bloqueó y expresó sus valientes, vigorosas parrafadas.
c) La celebración de la vitalidad del infierno. Quevedo nos muestra que no hay cosa más divertida que el infierno, ni sueño más despierto: “A los infiernos sucesivos de Quevedo se traslada el carnaval del mundo sin perder su virtud de regocijante espectáculo”, al grado de que si queremos traducir a un desaforado carnaval las mustias corte española, la Villa de Madrid, o la España entera de la Contrarreforma y la decadencia histórica, mas nos vale meternos en el artificioso soñar de Quevedo.
d) El infierno de Quevedo depura la idea del infierno. Si lo comparamos con lo que se enseñaba clericalmente que era el lugar de perdición, casi nos lo vuelve una discotheque (no lo dice Lida con tal palabra, pero la encamina). Un cabaretazo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, ¡Maaaambo!
e) “Ese irreverente manoseo de las cosas sagradas”, gracias al cual comienzan a ser modernas y mundanas.
f) Nunca infierno alguno tuvo mayor libertad: “una primera atmósfera de imprevisible libertad emana de su irregular, violenta topografía”; “el cuadro físico de los Sueños es más fragoroso, más furiosamente dinámico y anárquico, y desde luego más sórdido. A esta irregularidad corresponde, en otro plano, la de la acción: la de los sucesos” y la libertad de invención: “Con no menos desparpajo procede el narrador de los Sueños. Se permite los mayores caprichos.., no aparecen demasiado claros los límites entre tontería, ignorancia y maldad. Los supremos tontos se pierden, para un Quevedo, con toda razón. Pero entretanto, qué divertido espectáculo. (Prosas de Quevedo, Ed. Crítica/Grijalbo, 1980).
Los sueños son una especie de venganza del diablo contra la abusiva, sadomasoquista literatura piadosa española de la Contrarreforma. El diablo parodia a Dante pero mucho más a los púlpitos, confesionarios y retablos sangrientos de aquella España-para-la-muerte. Se trata, claro, de un diablo del siglo XVII, cuyos recursos son aún brutales y primarios (todavía no proclama que “Dios no existe; en consecuencia, todo está permitido”), aunque ya anticipan en su desorden, en su desparpajo y su rebeldía, las más eficaces respuestas de Voltaire, Goethe, Dostoyevski, Rimbaud, Nietzsche.
Ciertamente, en el fondo nada estrictamente herético o subversivo aparece en este libro —si apareciera, jamás habría podido publicarse, por lo demás; y seguramente, ni siquiera se habría pensado en escribirlo, dadas las restricciones y persecuciones del Santo Oficio. No distingue a Quevedo la heterodoxia de quien ya sabe que Dios no existe, o que al menos no existe como lo predican, ni que el mundo puede vivirse plenamente sin Dios y sin diablos. Quevedo no es un ilustrado del siglo XVIII. Es un creyente ortodoxo del XVII que se retuerce en sus dudas y descreimientos, que se debate en las garras y cadenas de una religiosidad todavía aterradora, todavía convincente en buena medida. Se escapa y se libera de ellas; de inmediato —o mejor aún: al mismo tiempo— se arrepiente y regresa a besarlas.
Pero en literatura muchísimas veces el fondo es la forma, y subvertir la forma o lo anecdótico y accidental implica conmoverlo todo. En Quevedo crujen y parecen estallar las certidumbres religiosas de toda la cultura española: no caen, se retuercen en sus valientes crujidos internos.
Cuánto ha cambiado la actitud contra el chantaje piadoso del más allá: la gran conquista del entendimiento quevedesco sobre cualquier otro libro piadoso y predicación, sobre todo con respecto a la Divina Comedia, queda claro desde el arranque:
“Parecióme, pues, que veía un mancebo que, discurriendo por el aire, daba voz de su aliento a una trompeta, afeando con su fuerza en parte su hermosura. Halló el són obediencia en los mármoles, y oídos en los muertos; y así, al punto comenzó a moverse toda la tierra, y a dar licencia a los huesos que ya andaban unos en busca de otros. Y pasando tiempo, aunque fue muy breve, vi los que habían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra; a los avarientos, con ansias y congojas, recelando algún arrebato; y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el són, lo tuvieron por cosa de sarao o caza”.
Los Sueños son una literatura de panfleto, y como tal, se solazan en el aspecto digamos periodístico de la literatura. Meter al infierno, por ejemplo, a los propios censores del libro: “y hasta un obispo, un arzobispo y un inquisidor, trinidad profana y profanadora que se arañaba por arrebatarse una buena conciencia que acaso andaba por ahí” (Obras completas. Prosa, Aguilar Ediciones).
A la mayoría de los críticos les molesta lo que llaman superficialidad, es decir, la abundancia de pasteleros, alcaldes, curas, mujeres feas, poetas, despenseros, médicos, astrólogos, escribanos, sastres, ciegos, sepultureros, enamorados, ministros, taberneros, etcétera, y la ausencia de “marco teórico”. Es absurdo molestarse de ello: Quevedo escribía para lectores comunes y corrientes del siglo XVII, no para pasantes en economía política del siglo XX. No tenía un marco teórico, una ideología nueva: tenía la antigua, que él mismo estaba haciendo estallar.
Lo fundamental de este tipo de textos es la historia concentrada en lo cotidiano, en los conflictos y tipos más callejeros y concretos. “Dióme tanta risa ver esto, que me despertaron las carcajadas, y fue mucho quedar de tan triste sueño más alegre que espantado”.
Claro, esto ya es mucho laicismo, mucha libertad, mucho espíritu moderno. Como es echar a la caldera a “un centenar de inquisidores”; el insinuar que las mujeres feas se condenan más frecuentemente que las bonitas, porque a aquellas se les vuelven obsesión metafísica, o al menos mental, los llanos placeres terrenales que a éstas, que los satisfacen sin mayor preocupación, importan menos. Que los pobres ni lugar en el infierno tienen, ¿por qué habrían de interesar al demonio? La burla casi (o sin el casi) luterana de las supersticiones católicas, como la de las reliquias. Su “bizarría” de que el mayor infierno es el propio hogar: “Y al fin conocí que un mal casado tiene en su mujer toda la herramienta necesaria para mártir, y en ellas a veces el infierno portátil”. La liberadora irrisión del dinero, la nobleza, la honra y la valentía. Luce la muerte galas de calavera catrina:
“En esto entró una que parecía mujer, muy galana y llena de coronas, cetros, hoces, abarcas, chapines, tiaras, caperuzas, mitras, monteras, brocados, pellejos, seda, oro, garrotes, diamantes, serones, perlas y guijarros. Un ojo abierto y otro cerrado. Por el un lado era moza y por el otro era vieja. Unas veces venía despacio y otras aprisa. Parecía que estaba lejos y estaba cerca. Y cuando pensé que empezaba a entrar ya estaba a mi cabecera... No me espantó; suspendióme, y no sin risa, porque bien mirado, era figura donosa. Preguntéle quién era y díjome: —La muerte”.
Acaso más concentrada, esta estrategia urde en La hora de todos o La Fortuna con seso otro apocalipsis terrenal: una hora en la que todos los hombres quedaran denunciados de bulto, en la práctica y sobre el terreno cotidiano; reducidos a lo que realmente son y merecen: una especie de Valle de Josafat en plena calle, donde la verdad da risa. Tal parecería que, despojados de títulos y mentiras, ambiciones y retóricas, y retrotraídos al plano primario de la vida elemental, es como los hombres alcanzan un pequeño, burlesco paraíso.
Muchas otras estrategias conducen al mismo fin, desde un cuento cosido con puros disparates (refranes que se vuelven disparates: el infierno de la “sabiduría popular” o de las ideas establecidas en veneradas frases hechas), hasta “pragmáticas” o edictos de burlas, diccionarios e instrucciones hasta para (contra) los ojos claros de las mujeres: “Ojos verdes y azules parecen pájaras y no mujeres”; tarifas de lecho, alguna carta a una rectora de colegio de vírgenes (“alacena de doncellas en conserva”), cartas del avaro a su dama: “Bien mío: Cuando pensé que éramos yo el amante y vuesa merced la querida, hallo que somos competidores de mi dinero...” Y toda una parafernalia de gustos, disgustos y lugares de preocupación y recreo de su sociedad, entre los que no falta la crítica y la pendencia literarias, como ocurre con “las ofensas literarias” (género retomado por Mark Twain) de Ruiz de Alarcón.
En El Buscón vio Leo Spizer “la representación virtuosista y amoralmente vital de un virtuoso vivir amoral”, en la que el pícaro logra un “triunfo casi intelectual de su personalidad”; un “resplandeciente sol del picarismo triunfante y jubiloso”.
Es sobre todo un libro conceptista: una artificiosa elaboración verbal, menos atenido a la fidelidad realista o sociológica que a una postulación literaria. Su lenguaje libra una lucha contra el lenguaje clerical o burocrático establecido, una especie de revolución verbal, mediante la cual rompe los supuestos y las rutinas mentales aceptados, a través de juegos y palabras, paradojas, catacresis: “¿pero no es únicamente pensable el juego de palabras en una época que ha perdido el tino de la palabra, a la que se le ha hecho extraño el uso ingenuo y normal de la palabra, y que por eso hace de la palabra espejo de sus dudas?”, se pregunta Spitzer y de paso propone toda una teoría del conceptismo en general y del quehacer literario de Quevedo en particular.
A diferencia de la convención del pícaro como ejemplo de moralización o como inofensivo personaje menor en la gran comedia del mundo, Quevedo introduce una nueva postulación de hombre: la afirmación terrenal de un yo en el mundo —el yo más primario y el mundo en su aspecto más elemental—, fuera de blasones y teologías. Un hombre que se llena de sí mismo en su improvisada vida independiente, y se hace de cualquier manera, sobre la marcha, incluso arrastrándolas, descabellándolas, de las filosofías que necesita; y al fin domestica el azar (el destino absurdo, la injusticia de esa opresiva dogmatización contrarreformista de la vida humana) con el supremo recurso estoico: No esperar demasiado, gozar lo que llega, no lamentar demasiado lo perdido, iniciar la vida a cada instante, sin programas. Es un inventor de su propio pensamiento, de su propio idioma, y uno y otro no desmerecen frente al más culto refinamiento de su época, Góngora; la Vida estrena mayúsculas, y las instituciones empiezan a verse con minúsculas.
Todo hecho o discurso se ve confrontado en la autosuficiente filosofía del Buscón, con la primaria existencia de hombres que comen, secretan y excretan, se pelean, se mediomatan y transan entre sí. Hay una especie de memento homo: Recuerda, hombre, qué tipo de animal eres, cuáles son tus apetitos y tus regocijos fisiológicos, cuán elementalmente vives; y luego, si quieres, preténdete sofisticado, metafísico.
Aparece, por fin, el hombre urbano, la vida artificial en las ciudades, en las que sostiene una vida nómada; un vitalismo no-cortesano: no el vitalismo de cuerpos como dioses de la poesía renacentista, sino de cuerpos elementales, vísceras y caca, entre hambres y aventuras, con miseria y enfermedades, violencia y necesidad de pan y de alegría.
No falta quien hable de que Quevedo es antivital y antiamoroso porque se opone a la vida y al amor en technicolor y Calvin Klein. Quien diga que es un mero y vicioso hozar en la letrina o el pudridero. Por el contrario, sus amores y vitalismos calan más hondo: se arraigan en el cuerpo visceral y primario, en el mundo de bulto y en bruto, en la tierra de todos los días.
Ahora bien, ¿quién es el Buscón? Quevedo mismo. Aunque aparece el pícaro como personaje imaginado, literario, carece de cualquier justificación realista. Habla, piensa y sabe como señor erudito y archiconceptista. En cualquier aspecto filológico o estilístico que se le estudie, resultará un personaje hechizo: una mera metáfora poco encubierta del autor.
Luce incluso más elaborado, sofisticado —sintáctica, léxica, estilísticamente— que las Soledades. Puede leerse El Buscón como una crítica de la lengua, como un estudio dialectal, como una práctica conceptista. Quevedo —muy muchacho aún— dejó en esta obra una especie de entremés en el que representa él mismo a su propio personaje, en el que ha escogido al pícaro como coartada para ser más libre en el mismo lenguaje y las mismas obsesiones de siempre. Es su propio Escarramán. Representa una especie de sueño, pero ahora en lugar de buscar la libertad del demonio o de una hora de verdad, retoma la libertad de fingirse el tipo infrahumano por excelencia, el pícaro, para decir las palabras y las verdades que no caben en personajes y discursos más cultos o idealizados.
Para urdir incluso su mayor reto, estrictamente verbal: descomponer la lógica del lenguaje, el sentido convencional, la mecánica tradicional del pensamiento y de la moral; para imponer a cambio un orden absurdo de frases contrahechas, juegos de palabras, falacias y sofismas, chistes y aliteraciones, metáforas y sinsentidos. Todo es lógico y es legítimo —todo es libre— en el absurdo mundo de la exageración, del retruécano y de la frase sorpresa. Para Lida, lo que hay en El Buscón es fundamentalmente “un irregular y soberbio alarde de estilo, o estilismo. Y con él, dentro de él, algo como el castigo de esa misma soberbia”.
Un suceso banal o superficial como la novatada de la Universidad de Alcalá, para mencionar un pasaje ligero, edifica esta elaboradísima proposición de una cultura ya espesa, cargada de doctrinas y etiquetas pesadísimas, que añora el absurdo, la fisiología, el cuerpo en bruto, pero comprometiendo las más complicadas artes literarias en su nostalgia:
“Entré al patio, y no hube metido bien el pie, cuando me encararon y me empezaron a decir: ‘Nuevo’. Yo, por disimular, di en reír como que no hacía caso, mas no bastó, porque llegándose a mí ocho o nueve colegiales comenzaron a reírse. Púseme colorado —nunca Dios lo permitiera—, pues al instante se puso uno que estaba a mi lado sus manos en las narices, y apartándose dijo: ‘Por resucitar está este Lázaro, según hiede’, y con esto todos se apartaron tapándose las narices. Yo que me pensé escapar, también me puse las manos y dije: ‘Vuesas mercedes tienen razón, que güele muy mal’. Dióles mucha risa, y apartándose, ya estaban juntos hasta ciento. Comenzaron a escarbar y tocar alarma, y en las toses y abrir y cerrar de las bocas vi que se me aparejaban gargajos. En esto un manchego acatarrado me hizo alarde de uno terrible, diciendo: ‘Esto hago’. Yo entonces, que me vi perdido, dije: ‘Juro a Dios que me la...’ Iba a decirle, pero fue tal la batería y lluvia que cayó sobre mí, que no pude acabar la razón. Yo estaba cubierto el rostro con la capa, y tan blanco, que todos tiraban a mí y era de ver, sin duda, cómo tomaban la puntería. Estaba ya nevado de pies a cabeza; pero un bellaco, viéndome cubierto y que no tenía en la cara cosa, arrancó hacia mí, diciendo con gran cólera: ‘Basta, no le matéis’. Yo, que según me tiraban, creí dellos que lo harían, destapé por ver lo que era, y al mismo tiempo el que daba las voces me enclavó un gargajo entre los ojos. Aquí se han de considerar mis angustias; levantó la infernal gente una grita que me aturdieron, y yo, según lo que echaron sobre mí de sus estómagos, pensé que por ahorrar de médicos y de boticas aguardaban nuevos para purgarse. Quisieron tras esto darme de pescozones; pero no había dónde, sin llevarse en las manos la mitad del aceite de mi negra capa, ya blanca por mis pecados. Dejáronme, y iba hecho aljufaina de viejo, a pura saliva...”

LECCIÓN QUINTA. CRESTOMATÍA

Las obras serias de Quevedo (históricas, ascéticas, filosóficas, políticas) constituyen un zarzal para el lector no especializado en la cultura y la vida españolas del siglo XVII, y confunden al lector contemporáneo. El pensamiento espeso y no pocas veces cifrado, así como las embrolladas vicisitudes políticas muchas veces sobrentendidas, para no hablar del desbocado ingenio verbal del autor, a ratos francamente enigmático, nos separan de estos textos con una distancia mayor que la que sufren las obras satíricas.
Se hace indispensable recurrir a estudios y ediciones anotadas, que suelen distraernos de la prosa de Quevedo y remontarnos a aspectos históricos y teológicos formidables. Ya adentrados en esa selva textual, sin embargo, muchos momentos se explican por sí mismos, más allá de la erudición, y brillan como máximas, epigramas, apuntes. Valen por sí mismos, independiente del aparato doctrinario, como versos. Transcribo los que más me han impresionado. (Obras en prosa, ed. Felicidad Buendía, Aguilar, 2 t. Por obras serias se entienden los ensayos políticos o filosóficos como Marco Bruto, Política de Dios y Gobierno de Cristo, De los remedios de cualquier fortuna; Tira la piedra y esconde la mano, o El Chitón de las Tarabillas; Grandes anales de quince días, España defendida y los tiempos de ahora; Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica; La cuna y la sepultura, La constancia y paciencia del santo Job, Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo y cuatro fantasmas de la vida, etcétera.)
La crítica de la colonización de América: “que el oro y la plata de aquellas tierras no ha de servir de otra cosa que comprarnos afrentas y pérdidas y enemigos; y que a poder de la riqueza hemos de ser pobres de todo, porque sea nuestro verdugo nuestra ambición, y los tesoros arrebatados se infamen con nuestra desolación por nuestras culpas”.
Su famoso comentario sobre le república ideal de Tomás Moro: “Llamóla Utopía, voz griega, cuyo significado es No hay tal lugar”.
Su definición de la decadencia española: “Pobres, conquistamos riquezas ajenas; ricos, las mismas riquezas nos conquistan”.
Profecía contra reyes y ministros: “Y con nombre de tiranía irá vuestra memoria difamando por las edades vuestros huesos y en las historias serviréis de ejemplo escandaloso”.
Cierta sociología de bolsillo: “Para saber si gobierna Satanás una república, no hay otra señal más cierta que ver si los menesterosos andan buscando el remedio sin atinar con la entrada a los príncipes”.
El por qué no glosa a san Jerónimo: “No quiero ahogar su estilo, en él se lee mejor todo”.
Satanismo de la soledad: “A los solos no hay mal pensamiento que no se les atreva”.
Sobre la jurisprudencia: “Castigar la culpa no es lo mismo que destruir a los delincuentes. Quien los destruye es desolación, no príncipe”.
Economía del espíritu: “Carecer de lo que embaraza, es multiplicar lo que se tiene”.
Los riesgos de la literatura frente al poder: “Confieso que las palabras tienen bizarría peligrosa, y más si las oyen ministros que todo lo que no es miedo lo tienen por herejía”; o frente al público que se escandaliza de ver publicado lo que en la realidad se piensa y se hace: “Yo, amigos, sólo he repetido vuestras imaginaciones y descerrajado vuestro silencio”.
Todo el arte de la retórica cabe en una nuez: “Poco escribo, no porque excuso palabras, sino porque las aprovecho, y deseo que hable la doctrina a costa de mi ostentación. Aquél calla que escribe lo que nadie lee; y es peor que el silencio, escribir lo que no puede acabarse de leer; y más reprensible acabar de escribir lo que cualquiera se arrepiente de acabar de leer”. Sabio consejo, nunca cumplido del todo.
Cronología de la libertad: “La libertad se perpetúa en la igualdad de todos, y se amotina en la desigualdad de uno” [del tirano].
Elogio de Marco Bruto: “Tenía el silencio elocuente y las razones vivas”.
Fisiología de la conspiración: “Y hay mayor riesgo en desear la muerte al tirano, que en dársela; porque quien empieza lo que todos desean, empieza solo lo que acaban todos.”
Unos dicen que primero lo afirmó Porfirio Díaz, otros que fue Álvaro Obregón; también Quevedo: “No matará al tirano el que primero no decretare su muerte que la del tirano”.
Algunas frases sentenciosas:
“Cuando una pasión se apodera del alma, el gusto es cebo del sentido; el sentimiento queda esclavo del deseo, éste es el incendio del corazón, el corazón tiene espíritus muy señores; éstos ofuscan al entendimiento y le hacen idolatrar aquello que es objeto de la pasión”.
“Necio ahorro es el miedo”.
“Hay sueños de desvelados como de dormidos”.
“Ambición es un deseo descompuesto”.
“La gravedad española dicen que es necedad con poco meneo”.
“Ninguno se fíe a una profesión sola, que ratón que no sabe más que un agujero presto es perdido”.
“Los ricos, en cuanto ricos, no pueden ser entendidos, porque tratan en grueso hasta el discurrir, y san Agustín dice que la riqueza y el poder son enfermedades del entendimiento”.
“El deseo ni el temor no hacen los sucesos; el cielo es el que los hace. Rarísimas veces ha sucedido la desgracia que se temía, rarísimas veces el bien que se esperaba; fuera del temor están los males, fuera del deseo están los bienes”.
Junto a este estilo sentencioso, viene otro más amplio, muchas veces conformado de capas y capas de diferentes formas de decir lo mismo: el mismo tema que va ceremonialmente revistiéndose de maneras como de ornamentos. Por ejemplo, esta descripción de la ira:
“La ira es una breve locura y repentina, un olvido de la razón, y si dura, un desprecio della, un afecto rebelde al entendimiento y un motín de la sangre y una soberbia inconsiderada. Es enfermedad del corazón, peligro de la vida, confusión de sí misma, temeridad acreditada y valentía de cobardes y flacos. Y porque no parezca que hablamos como en causa ajena, oigámosla a ella misma lo que dice y confiesa de sí. Que es locura y furor y todo lo dicho vedlo en un airado en el centellear de los ojos, en el temblor de los labios, en el ceño de la frente, en la color perdida, en el movimiento y dificultad de la lengua y porfiada repetición de las palabras. No solamente no te conocerás airado. Pero te tendrás miedo. Dame un león ferocísimo y un tigre horrendo y manchado y un jabalí espantoso; enójense: míralos airados y verás que no hay fuerza tan grande, donde la ira no halle y añada nuevo terror...”
O la envidia: “La envidia es flaca porque muerde y no come. Sucédela lo que al perro que rabia. No hay cosa buena en que no hinque sus dientes, y ninguna cosa buena le entra de los dientes adentro”. (La aliteración de las “nt” aumenta la sensación de mordisco; recurso semejante al de la cita anterior con el adjetivo, que parecía meramente descriptivo, el “manchado”, y que no hace sino duplicarle el horror).
Si se compara tal estilo con el satírico del dómine Cabra en El Buscón, de la Muerte en Los Sueños, de la Buscona Piramidal en La hora de todos, se verá que es el mismo.
Y de igual modo que en lo festivo y lo satírico se introduce la prédica grave, de repente a Quevedo las homilías se le vuelven sátiras:
“La propia invidia se verifica en el gusto de la boca del glotón, no menos vil, y más bestial y asquerosa. Éste se bebe la vista, se come sus manos, se traga sus vestidos y su patrimonio. No come para vivir, vive para comer, y muere porque come, y las más de las veces comiendo. Nació para consumir las cosechas, para agotar las vendimias. Éste embriaga su olfato, aprisiona sus pies y sus manos con la gota vengadora de los brindis; restituye en lágrimas vergonzosas por los ojos las bodegas que enjuga”.
La metáfora violenta, la sintaxis multiplicada, las falacias hábiles, el retruécano explosivo van aumentando la tensión a cada párrafo. De modo que no es excesivo hablar de él, como César Vallejo, en términos de dinamita: “ese abuelo instantáneo de los dinamiteros”.
Algo de esta tensión de dinamitero, de esa soberbia castigada (Lida), de ese afán de ser ya moderno y no poderlo ser; de esa locura del idioma que, inerme frente a la realidad, no se resigna a serlo consigo mismo; mucho de esas ciudades miserables provocadas por la especulación y la burocracia, y del sol español que empieza a agitarse como sangrienta bandera; y del asomo laico a la vida corporal, bruta y primaria, de la que ya no puede desengañarse y llega incluso a sentirla más viva aún que las optimistas y pulimentadas utopías del hombre renacentista, sabio, libre y hermoso: algo de todo ello se entrevera hasta en los momentos de mayor exceso de lo ya excesivo, como en la descripción de Cabra, en El Buscón, que no es necesariamente de lo mejor ni de lo más exultante de Quevedo, pero irremediablemente queda como una de las páginas diferentes e imprescindibles del idioma: es el idioma vencido y radicalmente modificado por una nueva gallardía del oficio literario:
“Entramos... en poder de la hambre viva, porque tal lacería [tortura] no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana largo sólo en el talle; una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir); los ojos avecindados con el cogote, que parecía miraba por cuévanos tan hundidos y oscuros, que era buen sitio el suyo para tienda de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas bubas de resfriado, que aun no fueran de vicio, porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parece que amenaza a comérseles; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagabundos se los habían desterrado; el gaznate, largo como de avestruz; una nuez tan salida, que parece que, forzada de la necesidad, se le iba a buscar de comer; los brazos secos; las manos, como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás; las piernas largas y flacas; el andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de san Lázaro; la habla, ética [tísica, enteca]; la barba, grande, por nunca se la cortar (por no gastar); y él decía que era tanto el asco que le daba ver las manos del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras, y guarniciones de grasa. La sotana era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos viéndola tan sin pelo, la tenían por cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul; traíala sin ceñidor. No traía cuellos ni puños; parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser la tumba de un filisteo. ¿Pues su aposento? Aun arañas no había en él; conjuraba los ratones, de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba; la cama tenía en el suelo; dormía siempre de lado, por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria...”
Otras frases sentenciosas, retomadas al azar:
“Cuánto es mejor y más cerca ser las Indias que buscarlas...”
“Un novio en público es como un toro en coso”.
“¿Quién es tu enemigo? El de tu oficio”.
“En los poetas hay mucho que reformar, y lo mejor fuera quitarlos del todo; mas porque nos quede de quien hacer burlas, se dispensa con ellos; de suerte que, gastados los que hay, no haya más que poetillas”.
“Mucho amor, ni lo creo, ni se usa, ni lo he menester”.
“La aflicción da nuevo juicio”.”
“El precio de las cosas está en la falta de ellas”.
“El poder consigo es poder; que poder contra otros, vencido el poderoso de sus propias pasiones, es flaqueza poderosa”.
“Poder bien es verdadero poder”.
“Más penas dan a veces las sospechas que el hurto”.
“Dificultosísima es la conversación de dos grandes amigos: permisión divina para que el uno no idolatre al otro”.
“Los temerosos no saben resolver cosa cierta”.
“El mayor ladrón no es el que hurta porque no tiene, sino el que teniendo da mucho, para hurtar más”.
“Adonde se desalienta el espanto...”
“La nobleza junta es peligrosísima, porque no sabe mandar ni obedecer”.
“Quien sufre al cobarde lo alienta”.
“Vencer con sus propias victorias a los vencedores”.
“El sufrimiento y la paciencia son los valentones de la virtud”.
“Quien no estima a Cicerón más que a sus obras, no le tiene por autor de ellas”.
“No quiero que sea difícil acabarme de leer, sino empezar a responderme”.
“Estudiemos para el que estudia, escribamos para el que escribe”.
“Su silencio elocuente y su paz belicosa”.
“Abrieron sobre nosotros sus bocas todos nuestros enemigos; o mejor, desbocáronse contra nosotros los que nos persiguen”.
“No porque conmigo puedan mucho las etimologías, que las más de las veces son obra de ingenio y no de la verdad”.
“Pobres vende quien enriquece pidiendo para ellos”.
“Del tener salud es parte el quererla tener”
“En la casa donde falta el pan todos riñen y todos tienen razón”.
“El que ha ofendido a otro nunca le perdona”.
“Es una especie de altivez el descuido en su vestido”.
“Siempre los enemigos nos hacen mejores o más avisados”.
“Dios te libre de tratar con gente moza sin discurso ni razón, porque su ardiente sangre no guarda término ni prudencia en la ejecución de su enemistad”.
“Para hacer mal cualquiera basta”.
“Es más fácil el ser bueno que el parecerlo”.
“Teme de cada uno el tirano y es fatal que tema el propio ejemplo, porque del temer a todos no se excluya en cierto modo el temerse también a sí mismo”.
“Los amores de los amigos, el conversar entre sí”.
“Cuanto más se templa un apasionado, más se enciende; es aceite al fuego”.
“No de golpes el que se ofende del sonido”.
“El que quiere ser maestro de sí mismo quiere hacerse médico matando enfermos”.
“Todo es Corte ya”.
“Quien ofende nunca perdona: Dios os libre de quienes os agraviaren, que no os han de perdonar, y han de buscar sinrazones para justificar su sinrazón”.
“Amo porque amo, amo para amar; si mi fin es amor, ¿para qué ha de ser la esperanza?”.
“Huiréis sin que nadie os persiga... Caeréis sin que nadie os derribe”.
“El amor nuevo en la sangre nueva que retoñece en la primavera de la juventud, es ponzoña que luego se derrama por las venas, yerba que luego prende en las entrañas, pasmo que luego entorpece los miembros, landre que luego mata los corazones, y fin que da fin a todos los cuerpos. No sé lo que digo, aunque siento lo que quiero decir; porque jamás blasonó amor con la lengua, que no estuviere muy lastimado lo interior del ánimo”
“Dice Ovidio en Ars Amandi: Amor es un no sé qué, viene por no sé donde, envíale no sé quién, engéndrase no sé cómo, conténtase no sé con qué, y siéntese no sé cuándo, y mata no sé por qué, y finalmente, sin romper las carnes de fuera, nos desangra las entrañas por dentro. Yo no sé qué quiso decir Ovidio aquí, pero sí que cuando dijo estas palabras, tan desterrado estaba su corazón de sí, cuanto un muy enamorado suele estar fuera de sí”.
“Los que bien se quieren, desde las atalayas de sus corazones ahuman, entre sueños razonan y por señas se entienden”.
“Verso suelto disonante, hace al poeta mejor”.
“El cisne quiere estar, como si fuere pez, en el agua; como ave vuela por el aire; como bruto pace en la tierra. Quiere ser todos los elementos”.
“Por más que te fatigues en entender los secretos del cielo, no has de saber más de lo que tú inventares y soñares, disponiendo las cosas para entenderlas, y nunca entenderás como están dispuestas, por más que las estudies”.
“Los libros apenas alcanzan un lector, porque ya todos son notadores y verdugos”.
“Temo (en esto, por lo menos acierto) que antes me temerán por el contagio, que me estimarán por la doctrina”.
“Verdad es que no llamo, estando enfermo, doctor; que así se llama a quien sabe tanto como cree nuestro miedo, al que medra con nuestro peligro”.
“Pues habiendo tenido ya tantos ladrones como lectores...”